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Los zapatos alegres

Juan Cruz

Hizo esfuerzos para no saludar con las manos, los saludos del sí, pero estaba prohibido; en el patio de butacas había amigos suyos de Portugal, con Sampaio al frente; de Lanzarote, de Andalucía, y su mujer, Pilar del Río, le brindó una rosa roja desde su butaca, cuando el rey Gustavo se le aproximó para entregarle los atributos del premio. Antes de darle la mano al monarca, sonrió ampliamente y acaso fue el instante en que pensó lo que dijo cuando le anunciaron que su obra había alcanzado esta distinción mundial: "Yo no nací para esto". El hombre del Ribatejo, que el lunes por la noche hizo exclamar al entusiasmado Sture Allén, secretario perpetuo de la Academia Sueca, "¡viva la literatura! ¡viva el Nobel! ¡viva Saramago!", había llegado al estrado con los zapatos más brillantes de la noche y con una excepcional distinción portuguesa -el gran collar de la Orden de Santiago de Espada- en el pecho. El ritmo de la ceremonia -Mozart, Sibelius, Bizet...- se podía seguir mirando sus pies; anunció que no bailaría en el banquete de gala, pero en esta ceremonia le desobedecieron los zapatos. En su discurso de la Academia hizo entrar con él a Kafka y a Borges y le dio un abrazo a Albert Camus de El primer hombre; el presidente de la Academia citó anoche a Newton: "Si he mirado lejos es porque he estado en los hombros de los gigantes". Saramago dijo el otro día que sus antepasados fueron sus gigantes; pensando en ellos, quizá, sus zapatos bailaban anoche negros, llenos de alegría.

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