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'Mea culpa' (felice)

La combinación del quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la intentona de llevar ante los tribunales al general Pinochet para que responda de sus muchas violaciones de los derechos humanos me ha obligado a replantearme mi actitud de ligera desconfianza respecto a las declaraciones filosóficas abstractas. Para empezar, como simple lector aficionado, siempre me ha parecido que aprendía más de filósofos como Aristóteles, Hume, William James y Bertrand Russell que de los grandes constructores de sistemas como Hegel, o de los especuladores poéticos como Henri Bergson y Heidegger.No estoy seguro de hasta qué punto esa actitud es consecuencia de mi temperamento y hasta qué punto de mi experiencia. De pequeño tenía un ligero defecto en el habla y tengo desagradables recuerdos de los intensos celos que sentía de la gente capaz de hablar con facilidad y fluidez. Más tarde, como miembro popular del club de debate del instituto, a veces disfrutaba enormemente desbaratando la retórica de altos vuelos de un rival con hechos cotidianos que éste había ignorado. Y más tarde aún, la abstracta retórica política de los compañeros de universidad que me sermoneaban sobre el socialismo, el comunismo, el trotskismo, el sionismo y el anarquismo me dejaba perplejo y en ocasiones me irritaba. Como estudiante prefería la historia a las ciencias sociales, porque se enfrentaba de la forma más directa posible a hechos concretos, en vez de intentar establecer "modelos" teóricos. Y siempre he preferido leer novelas y ver teatro y cine a leer teoría y críticas literarias.

Por consiguiente, debido a una combinación de consideraciones tanto racionales como emocionales, he tendido a resaltar lo concreto por encima de lo teórico. Cuando era presidente del Comité de Vivienda Abierta de Galesburg (Illinois), no intentaba convencer a los banqueros de la ciudad de que la igualdad de las razas era una cuestión de justicia universal. Y por cuestión de dignidad personal, tanto mía como de los negros en cuyo nombre instábamos a cambiar la política de hipotecas, no quería parecer sentimental o altivo respecto a la situación de nuestros hermanos "pobres y oprimidos". Más bien alegaba que la prosperidad económica de la ciudad se estaba viendo obstaculizada por el hecho de que los médicos negros del hospital psiquiátrico local no podían adquirir propiedades inmobiliarias en Galesburg; que tanto el orgullo cívico como el interés financiero exigían que estos conciudadanos profesionales negros fueran tratados de la misma forma en que se trataba a los compradores blancos.

Cuando escribía cartas para las campañas Prisionero del Mes de Amnistía Internacional, no citaba la Declaración de la ONU, sino que solicitaba a sus ilustrísimas, los excelentísimos ministros de Interior, que se encargaran de que al prisionero x, un adversario no violento de sus Gobiernos, se le dispensara un juicio rápido con un abogado defensor de su elección, o que se le permitiera recibir cuidados médicos, etcétera. Cuando, siendo presidente del Departamento de Historia de la Universidad de California en La Jolla, nombré por primera vez a una mujer para un puesto permanente de seguimiento en un departamento de humanidades, en la carta en la que solicitaba su nombramiento no hablaba de los principios de la igualdad de los sexos, sino de la alta calidad de su enseñanza y de su investigación.

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Debo el actual cambio en mi forma de pensar a las varias invitaciones recientes para escribir artículos o dar conferencias sobre el quincuagésimo aniversario de la Declaración de la ONU. En primer lugar, después de leerla con más atención que cualquier otra vez en el pasado, me ha impresionado profundamente el carácter específico e inclusivo de sus principios: hombres, mujeres y niños de todas las razas, religiones y condiciones económicas; libertad del individuo para elegir a su cónyuge y para atravesar libremente las fronteras nacionales, derechos que desde hace tiempo se dan por sentados en Occidente, pero que todavía se niegan sistemáticamente en muchas sociedades; el derecho a no ser arrestado indefinidamente sin ser juzgado por cargos concretos, el derecho a no ser torturado, etcétera.

Pero, para mucho más de la mitad de la especie humana, la mayoría de los derechos enumerados en la Declaración no se han trasladado a la práctica diaria. Precisamente por esta razón me parecía una suerte de retórica inútil el citar esos derechos cuando me dirigía a los altos cargos de Gobiernos autoritarios, que no habrían llegado a sus puestos de poder a menos que hubieran sido por lo menos cómplices de las violaciones constantes de los derechos humanos. ¿Acaso no degradaba el valor de las palabras y revelaba un toque de ingenuidad o hipocresía el referirse a principios exaltados cuando se trataba con cínicos intermediarios del poder? Tal vez yo fuera especialmente sensible a este problema, porque soy un hijo de la década de los treinta con muchos familiares que pensaban (en aquella época) que José Stalin era el más grande estadista sobre la faz de la Tierra. En el verano de 1936, Stalin concedió a los pueblos soviéticos la más democrática (verbalmente) de las constituciones y a la vez dio inicio a las sangrientas purgas y al espectáculo de los juicios de Moscú en los que se basa su fama póstuma. En lo que a mí concierne, el increíble contraste entre el texto de esa Constitución y las purgas creó en mi mente de quince años una enorme desconfianza hacia la retórica política.

Pero en este quincuagésimo aniversario de la Declaración creo que se me escapaba un punto muy importante. Incluso aunque se desobedezcan las leyes y se incumplan los grandes principios, es importante para el futuro que uno se refiera constantemente a ellos. En 1948, el bloque soviético y la Suráfrica del apartheid se abstuvieron de votar sobre la Declaración. Tal vez fueron más honestos que muchos Gobiernos que votaron sí sin la menor intención de ponerla en práctica en su política nacional. Pero la existencia de ese documento hizo posible las campañas de Amnistía Internacional (en las que participé sin acentuar los principios). En 1975, el prestigio en aumento de los derechos humanos llevó al Gobierno soviético a firmar los Acuerdos de Helsinki, en los que reconocía los principios sobre los que se había abstenido de votar en 1948. Y esa firma hizo posible las actividades públicas de los disidentes en la URSS.

Y ahora, coincidiendo con el quincuagésimo aniversario de la Declaración, la detención del general Pinochet a instancias de jueces españoles de repente ha colocado los principios de esa Declaración en la agenda de la actividad político-judicial cotidiana. Independientemente de que el ex dictador chileno se someta o no a un juicio, ahora ha quedado establecido el principio de que la tortura, los secuestros, los asesinatos y las desapariciones son crímenes contra la humanidad, y pueden ser llevados ante los tribunales en cualquier país y sin limitaciones en cuanto al tiempo. Personalmente, espero no volver a infravalorar nunca la importancia de los principios proclamados en la vida política.

Gabriel Jackson es historiador.

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