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Duelo y júbilo en Chile

Los muertos sin sepultura de Chile, los acribillados y apaleados y destruidos en días de rencor y venganza, han tenido al fin su duelo. Un duelo de lágrimas y risas, de aflicciones y júbilos, que comienza en un fastuoso salón londinense y concluye a miles de kilómetros, bajo la luz de oro de la primavera austral. Porque quienes asesinaron, quienes violaron todos los fueros de la piedad, quienes fueron crueles e injustos a sabiendas, han sido puestos, todos, en la picota en la persona de su cabecilla, Augusto César Pinochet. Detenido el padrino, los apadrinados han sido también moralmente detenidos. Sí, los muertos de Chile han tenido, al fin, su duelo.Ese duelo que en España sigue sin celebrarse, como ha dicho la escritora Fanny Rubio, y es posible que no vaya a celebrarse nunca. Y no sólo es que no se haya celebrado, sino que las estatuas, bustos y recordaciones del padrino y sus secuaces continúan, blasfemias de broncee y de nombres, en las calles de muchos lugares de España; todavía ayer mismo -hablo de este pasado noviembre-, un munícipe de Cádiz pretendía exornar el callejero gaditano con el nombre de un pistolero de Falange. Es verdad, ha pasado mucho tiempo, aunque nunca pasa demasiado tiempo de algunas cosas, y se ha considerado oportuno, se consideró oportuno en su momento, va para veinte años, practicar el difícil arte del olvido como medio supremo de salvaguardar intereses superiores. Tanto, que hablar de este asunto resulta cada vez más políticamente incorrecto.

Pero si en el sur de los Estados Unidos, casi siglo y medio después, la guerra de Secesión continúa viva en la memoria de la gente, ¿cómo vamos a pretender que en España sea distinto? ¿Estarán hechos los españoles de texturas especiales? Porque si nuestro padrino estuviera vivo merecería correr al menos la suerte que hasta ahora ha corrido Pinochet, Pino, como cantaban las derechas de la fiel infantería cuando el cabecilla chileno vino a las exequias de su por él tan admirado colega el noviembre feliz (feliz sólo a medias, preciso) de 1.975.

Pero él, astuto entre los astutos, alma siempre feroz y siempre cobarde, nunca pisó tierras extranjeras una vez que terminó la Segunda Guerra Mundial. Nuestro "padre invertido", como lo ha llamado, con intensa dicción, José Ángel Valente, vivió fuera de Madrid, ciudad cuya hostilidad a su persona le constaba, y vivió, por si acaso, en una suerte de acuartelamiento militar. Conozco -es un decir- gentes a quienes les hace mucha gracia la astucia del dictador y sonríen, purulentas, con las anécdotas del taimado. A esas gentes les hace gracia cualquier cosa.

Y, sin embargo, algún día alguien o algunos tendrán que hacer el duelo por esos muertos de España, no sé de qué manera, pero tendrán que hacerlo. Pues con las armas del olvido y la retórica europeísta y el desarraigo y la creciente amnesia de la vida española estamos prolongando un problema que afecta mucho más gravemente de lo que se cree a la vida profunda de la nación. Porque afecta a la reconciliación de los españoles, que no se podrá establecer nunca de manera definitiva sobre la paz y el sosiego de unos y la desmemoria y la sumisión de otros. Y porque aquellas víctimas lucharon -conviene recordarlo, "recuérdalo tú y recuérdalo a otros", dijo el poeta-, lucharon, decía, por muy altos ideales de libertad y de justicia que distan todavía de haberse establecido. ¿O habrá que recordar también que el veinte por ciento de nuestra población es hoy, literalmente, pobre?

Quizá, cabe pensar, la intensísima atención con que se están siguiendo entre nosotros los avatares de Pinochet en Londres constituya sólo una metáfora y estemos en el fondo celebrando la mítica detención de nuestro "padre invertido" y haciendo sotto voce, el duelo que no hemos hecho por nuestros muertos. El duelo que no se merecen.

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