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Raíces de la Constitución

La presión del frente nacionalista, la huida hacia ninguna parte de Izquierda Unida y los arbitrios y ocurrencias de algunas cabezas pensantes han venido a coincidir en la denuncia de la Constitución como resultado de un proceso de transición a la democracia no del todo liberado de las adherencias de la dictadura franquista. El consenso entonces imperante sería la prueba de una debilidad, de unos temores que habrían obligado a posponer algunas exigencias irrenunciables. En el límite, la democracia salida de aquel consenso sería como la continuación del franquismo por otros medios.Con esa vinculación interna del texto al momento, con esta reducción del texto a su inmediato contexto, la Constitución, más que como norma jurídica que rige la convivencia política y a la que todos deben lealtad, ha pasado a entenderse como un instrumento, una herramienta de usar y tirar. No se niega su utilidad pasada, pero se siembran dudas sobre la futura. Fue útil para una determinada circunstancia histórica, caracterizada por la fragilidad de las instituciones democráticas. Una vez consolidadas, la naturaleza instrumental de la Constitución invitaría a desechar miedos y recelos hoy injustificables, para plantear abiertamente su revisión, su imaginativa relectura, su caducidad.

Esta nueva moda del espíritu pierde de vista que, a pesar del prestigio político y académico que rodea a la transición como momento singular de nuestra historia, sus raíces ideológicas y culturales se hunden profundas en el tiempo. Ciertamente, los artífices de la transición se enfrentaron a problemas que resolvieron de forma original; pero que la única posibilidad de reinstaurar una democracia en España exigía un pacto entre sectores procedentes del bando de los vencedores en la guerra civil y quienes habían sufrido o heredado la derrota era una convicción surgida en los medios del exilio y de la oposición interior a la dictadura desde el mismo momento en que finalizó la Guerra Mundial.

Esto fue así porque, a diferencia de las guerras del siglo XIX entre absolutistas y liberales, que acabaron con paces y componendas de diverso signo, la guerra civil española del siglo XX logró plenamente su propósito: un vencedor que exterminó al perdedor y que no dejó espacio para negociar las condiciones de una paz ni reconocer derecho alguno a los vencidos. Desde 1939, España quedó brutalmente amputada de una parte muy notable de sus gentes y de su historia; hasta 1975, España vivió de las consecuencias de la guerra, que únicamente se podían liquidar cuando, previa una amnistía general, se pactaran entre todos las bases de una reconstrucción de la convivencia política.

La Constitución plasmó ese pacto y cerró así la gran anomalía española: que habiendo triunfado aquí muy pronto una revolución liberal haya tardado tantísimo tiempo en consolidarse una democracia. Pero al culminar ese atormentado proceso que, a través de tanto absolutismo, tanta dictadura y tanta vuelta a empezar, nos ha conducido al fin de un liberalismo temprano a una democracia tardía, la Constitución no sólo liquidó las últimas consecuencias de la guerra, sino que abrió un singular proceso de devolución o transferencia de poderes. Más exactamente: abrió ese proceso porque ésta era la única forma de liquidar las consecuencias de la guerra. ¿Puede esa devolución mantenerse permanentemente abierta? Ésta es la cuestión a la que nos enfrentamos hoy y mejor será expresarla sin tapujos, pues de lo que se habla con eufemismos tales como ámbitos de decisión o derechos históricos no es de un reconocimiento de la plurinacionalidad que aún estaría pendiente. De lo que se habla es de si, 20 años después de iniciado el proceso de devolución, lo único que queda es declarar Estados a todas las naciones que ya lo son o quieran serlo. La cuestión hoy no es de convivencia entre naciones, sino de fragmentación en pequeños Estados. Y para eso no vale ésta ni ninguna otra Constitución española.

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