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Los nuevos anarquistas

Se trata de una nueva especie de opositores que, sin duda demasiado pronto, le ha surgido a nuestra todavía joven democracia. En realidad, les llamo así porque así se definen ellos mismos. Una suerte de nueva acracia que, digámoslo desde el principio, nada tiene que ver con el tradicional movimiento obrero anarquista de nuestro país, aquellos que tampoco hicieron mucho bien a la República que digamos, pero que dejaron testimonio de valor al final, en plena guerra, en su "lucha por la Confederación". Descontentos durante los cinco años republicanos, supieron al final dónde estaba el enemigo. Que libros e historia cumplan con la misión de emitir su juicio definitivo.Ahora me refiero a dos sectores muy definidos de nuestra hora que o mucho me equivoco o pueden ser agrupados en dos grandes apartados.

En primer lugar, los intelectuales. Dicho así, sin mucha preocupación por la exactitud del término. Fueron en su día generalmente liberales, discreparon del franquismo llegando unos más lejos que otros en la manifestación de la discrepancia. Nunca recibieron nada del pasado autoritario que siempre tendió a considerarles "sospechosos". Hicieron escuela y predicaron con ejemplo y palabra. Honestos entonces y honestos ahora. Es decir, muy diferentes de ese otro grupo de conspiradores de antaño a quienes Franco no supo ver que dejarían la oposición a cambio de un ministerio. Omito nombres por aquello de no revolver el pasado. Pero en la mente de todos andan. Son aquellos "rojos" de entonces que ahora no pisan la universidad para dar una clase, asesoran multinacionales capitalistas y saben adaptarse a lo que sea en pro de la peseta. De las muchas pesetas. No. No es a este grupo al que me refiero porque no hablo de chaqueteros.

Me duelen profundamente los otros. Los que se han desilusionado con nuestra imperfecta democracia y se han retirado a sus torres de cristal igual de pobres o semirricos que antaño. No les convence lo que ha venido y lo que se ha instalado. Suelen pregonar el carácter subalterno de la política, descalificar a todos los políticos y no creer en nada. Y por ello acuden a la autodefinición de anarquistas. Claro que también los hay multimillonarios e inciden en la misma calificación. Acaso, sin saberlo, ocurra que en sus personas se den las clásicas valoraciones larvadas entre las que estaría el absurdo desprestigio "de la política y de los políticos" difundido en la mentalidad autoritaria durante cuarenta años. Ya se sabe: servir al régimen era sacrificio en pro del bien común; oponerse a él, mera ambición de poder. Puede ser que por ahí vayan las cosas.

Frente a ésta para mí lastimosa imagen (¡ojalá anduvieran lanzando sus prédicas por doquier!), pondré un único ejemplo de lo que entiendo por correcto. Me refiero al llorado maestro Aranguren. Tras su lucha por el cambio, tampoco le gustó lo que el cambio trajo. Pero no se encerró. No guardó silencio ni predicó el abstencionismo o el desprecio. Al contrario, toda su vida constituyó un compromiso. Y en ese compromiso cabía pefectamente la denuncia de los males de nuestra democracia (partitocracia, invasión de zonas ajenas a ella, mediocridad, etcétera). Aranguren, en línea que resulta sugestivo compartir, ejerció no de anarquista, sino de rebelde, de heterodoxo del sistema. De hombre comprometido con eso que personalmente he llamado alguna vez "la democracia mejorable". Actitud posiblemente incómoda para la política activa, pero muy certera para seres pensantes.

Y hay un segundo sector o un segundo apartado. El de quienes no vivieron el autoritarismo del inmediato pasado, por razones de edad, o pronto se han olvidado de él. Jóvenes, los primeros. A los segundos, menos jóvenes, podríamos denominar como gente que se ha quedado sin el enemigo referencial. Se les murió el referente, Franco, y ahora tienen que buscarlo aquí o allá. Hay que estar "contra todo".

Casi dos años después de implantada la Segunda República, Azaña advertía sobre el peligro de que la democracia no hubiera llegado a los pueblos. Cambiemos pueblos por mentalidades y se verá mejor lo que hoy pretendo decir.

En este segundo apartado, con parte de la juventud dentro, parece innata la necesidad de tener un enemigo cerca. Alguien o algo contra lo que combatir. Y ese enemigo puede estar en cualquier sitio y llamarse de mil maneras: el catedrático, el Ejército, la Iglesia, la policía, etcétera. Muy lejos de detenerse en pensar cuáles fueron los condicionantes de la transición, que se hizo con lo que había, y más lejos todavía de estudiar o experimentar los profundos cambios que en esos "sus enemigos" se han producido, han optado por hacerles sostenedores de "un sistema" que, en plena falta de coherencia, luego les resulta válido para otras cosas, sobre todo para practicar el insaciable consumismo. Claro que, en el caso de la juventud, el tema puede deberse a escasos niveles de formación y esperan que el mismo proceso educativo haga reflexionar sobre lo que resulta harto difícil explicar o convencer.

Y el tema bien puede cerrarse uniendo los dos apartados que brevemente hemos analizado. Me explico.

Cada sistema sociopolítico ha de tener unos valores capaces de efectuar y llevar a cabo la tarea de integración que el sistema en sí comporta. Hay unas instancias generadoras de dichos valores y, de inmediato, unas agencias encargadas de su esparcimiento. Estamos ante el tema de la socialización política que parece preocupar a bien pocos. Sin duda, muchos de los valores útiles para los "mayores" en nuestra sociedad se han venido abajo. Y, a veces, en buena hora. No vivimos tiempos del "porque sí" o "porque no", de rancia estirpe autoritaria. Y solemos acusar a la juventud de carencia de valores.

Pero, ¿cuáles? ¿Tiene la democracia los suyos propios o estamos ante el mero mercadeo de votos y pactos? ¿Es un simple método o constituye una filosofía, una forma de ser y de pensar?

Pues bien, a todas estas preguntas y a muchas más están moralmente obligados a dar respuestas precisamente quienes han tirado la toalla. Los del primer apartado. He ahí la única posible explicación de su falsa acracia. Entre otras razones, porque los anarquistas de verdad bien que se preocuparon siempre por la educación. En sus valores, pero educación al cabo. Por ende, denúnciese lo que proceda. Critíquese el mal en cuestión. Pero desde dentro. No desde el anarquismo como pose. No desde la falsa acracia que combina la seguridad de la nómina o la certeza de los dividendos con la autocalificación de anarquistas. Al menos a mí, pese a la discrepancia, los de verdad me merecen cierto respeto. Sobre todo porque en los otros se han solido basar casi todos los antidemócratas que en el mundo ha habido. He ahí el gran peligro.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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