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Nuestra novela viaja

Durante toda la segunda mitad de este siglo que termina, la novela española, como el país a que pertenece, ha estado viviendo en estado de autarquía. Los novelistas españoles han venido escribiendo dentro de un coto cerrado, que parecía imposible de franquear. La novela española nacía y se moría aquí dentro y, a pesar de lograr esporádicas traducciones que sacaban determinadas obras al exterior, nadie parecía tomarla en serio. Una traducción de Ana María Matute por aquí, una de Juan García Hortelano por allá... En ningún caso puede decirse que la novela española lograra sacudirse de encima la imagen de una narrativa que parecía estar constreñida al pequeño mundo de un país que no interesaba a nadie, salvo que cumpliese con ciertas normas del exotismo que la mala conciencia europea procedente del impacto de la guerra civil española exigía; y aún así, seguía sin interesar.Lo peor de escritores de la talla de Ana María Matute o de Juan García Hortelano -por poner únicamente dos ejemplos, entre otros que cabría traer- era que su esfuerzo por incorporarse e incorporar la novela española a las formas de la gran novela del siglo XX no obtenía eco fuera de nuestras fronteras. Quien busque en los catálogos de las editoriales extranjeras -en especial las europeas- títulos de novelas españolas, los hallará sin duda, pero advertirá enseguida que ninguno de ellos alcanzó presencia ni protagonismo suficiente. Ni siquiera una apuesta como la que, con su excelente gusto, hizo Jerome Lindon en su mítica Editions de Minuit por la obra de Juan Benet, consiguió abrir un reconocimiento medianamente amplio a nuestra novelística.

La condición de novela de segunda de la narrativa española dentro del contexto internacional se agravó con la arrolladora expansión de los grandes maestros de la novela latinoamericana. Dejando a un lado lo que de esnobismo hacia lo exótico ayudó a esa explosión, lo cierto es que demostraba que la novela en castellano sí tenía un lugar y que era la novela escrita en España la que no conseguía levantar cabeza. Entonces sucedió que la tan nombrada Transición a la Democracia provocó la suficiente curiosidad como para que el mercado internacional pusiera sus ojos en nuestro país. Occhio a la grande vecchia titulaba una publicación italiana un artículo dedicado a nuestra cultura, publicado por esas fechas. Y sucedió que, como ya expliqué hace años en un artículo en este mismo periódico, este país se encontró con que tenía cuatro generaciones escribiendo narrativa a la vez y con el hecho de que el lector español se empezó a interesar de manera progresiva en los relatos escritos por autores españoles. De ese cambio de situación procede la fuerte implantación en España de la novela española.

Lo que faltaba al narrador español, tras hacerse con un espacio en su propio territorio, era dar la medida de sí mismo en el territorio general de la literatura. Y para eso era necesario que los narradores españoles pudieran medirse con sus pares en el mundo entero. Las traducciones menudearon y autores tan distintos entre sí como Vázquez Montalbán, Pérez-Reverte, Eduardo Mendoza o Javier Marías, pongo por ejemplo, empezaron a medirse, pues, con sus equivalentes de otras culturas.

El último escalón a superar era el de los reconocimientos institucionales. La reciente concesión del importante premio Fémina étranger a Antonio Muñoz Molina es por ahora el último paso -anteriormente lo obtuvo Javier Marías, que es quien con mayor fortuna ha conseguido hoy por hoy esa clase de reconocimiento- de algo que parece consolidarse. No son casos aislados. Ocurre tan sólo que la normalización se va imponiendo a la gesta y es posible que eso ayude, además, a modificar los estrechos criterios de rencor, envidia y automutilación literarias que todavía imperan en este país de todos los demonios.

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