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Tribuna:
Tribuna
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Razones chilenas

Después de haber combatido al general Pinochet y a su régimen desde el primer día, de haber anunciado desde el primer momento que la democracia chilena iba a resultar destruida durante largos años, de haber denunciado en las más diversas circunstancias los atropellos a los derechos humanos, las torturas y las desapariciones, no voy a emprender ahora, cuando el general ha sufrido su primera gran derrota internacional, la defensa del personaje. Me parece necesario, en cambio, hacer la defensa de la transición política chilena, un proceso más serio y más complejo de lo que algunos se imaginan, y defender, incluso, cosa en apariencia más difícil, pero directamente relacionada con la transición, la soberanía del país en materias jurídicas, vale decir, su derecho a exigir de la comunidad internacional el respeto de su procedimiento judicial propio, por lento e insatisfactorio que sea a primera vista.Desde luego, creo que Chile es bastante culpable de esta falta esencial de comprensión, de este malentendido tan lleno de consecuencias. Ha predominado entre los chilenos una curiosa combinación de arrogancia y de ingenuidad, de autosatisfacción y de provincianismo. El segundo Gobierno de la transición, con superficialidad, con un exceso de optimismo, ha creído o ha pretendido creer que el proceso ya estaba terminado, y que lo estaba ante el aplauso de todo el mundo. También se transmitió la falsa impresión, en algunos momentos, de que el general Pinochet había sido reivindicado y hasta glorificado por los chilenos. La imagen del anciano dictador convertido en senador vitalicio, tomando una taza de té con la baronesa Thatcher, operándose de una hernia en una clínica londinense de gran lujo, tenía un aspecto esperpéntico, digno de un cuadro de Fernando Botero o de una página de García Márquez.

La verdad es mucho más complicada y contradictoria. Desde luego, en Chile están encarcelados el ex jefe de la policía política del pinochetismo y uno de sus colaboradores más cercanos. Nada comparable ha ocurrido en otros procesos de transición de la historia reciente, para no hablar del caso de España. Ya escucho la pregunta que se plantean de inmediato los lectores: ¿y por qué no está en la cárcel Pinochet, el culpable principal, el que daba las órdenes?

Voy a tratar de dar una respuesta coherente e inteligible, a pesar de que sería bastante más cómodo para mí quedarme callado. La detención del general ha hecho salir al primer plano de las noticias a dos grupos chilenos particularmente notorios y vociferantes: el de los pinochetistas y el de una izquierda revanchista, que ha evolucionado poco y que continúa en su mayor parte en el extranjero, en un supuesto exilio. Entre estos últimos, como es natural, hay muchas víctimas del régimen: no podemos pedirles una actitud demasiado comprensiva de las razones jurídicas de Chile. Pero en la mesa de reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, cuya fotografía acaba de publicarse, junto al presidente Frei y a los principales jefes militares, también figuran dos personas que fueron víctimas de la persecución y que ahora ocupan altos cargos políticos. Parece un detalle, pero es más que eso.

Aunque el desconfiado lector no me lo crea, los dos grupos vociferantes que han ocupado en estos días todas las pantallas de la televisión, los pinochetistas incondicionales y los allendistas nostálgicos, son perfectamente minoritarios en el Chile de ahora. El general Pinochet tuvo su primera gran derrota interna en el plebiscito de fines de la década de los ochenta. En esa oportunidad, el tema de los derechos humanos ya fue completamente decisivo. Recuerdo como si fuera hoy la campaña en contra de él, en la que yo mismo participaba, en la televisión chilena: los quince minutos diarios concedidos a la llamada Franja del No. En uno de aquellos programas aparecía Carlos Caszely, futbolista muy popular, y le presentaba al público a una señora que había sido encarcelada y torturada. Después de algunos minutos, con un efecto aplastante, Caszely abrazaba y besaba a esa señora y le contaba a los auditores que era su madre. Podría dar muchísimos otros ejemplos sobre la vigencia del problema de los derechos humanos en toda aquella etapa.

En una medida importante, el resultado del plebiscito fue un veredicto moral, una condena explícita del régimen por parte de los electores. Lo extraño del asunto, inédito en la historia contemporánea, fue que dicho veredicto empezó a prepararse en programas de televisión controlados por la dictadura y se confirmó en unas elecciones convocadas por ella. Nadie puede pensar que se podía derrotar al general en esa forma, en su propio terreno, con su propia legalidad, y someterlo de inmediato a un proceso criminal.

Hubo un segundo veredicto, una condena grave, contundente, que tuvo algunas repercusiones peligrosas en la derecha y en el interior del Ejército. Fue el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación instalada por el primer Gobierno de la transición, el llamado Informe Rettig, cuyo ejemplo se ha imitado en estos días en la República de Suráfrica. La elaboración del Informe Rettig no fue un trabajo menor, hecho para acallar críticas. Fue un proceso difícil, minucioso y a la vez profundo, que consiguió llegar a la conciencia de una gran mayoría de chilenos.

Este año se produjo otro paso muy importante en la transición nuestra, un paso cuyos efectos sólo estaban empezando a notarse en los días anteriores a la detención del general. Fue su salida de la Comandancia en Jefe del Ejército y su ingreso, previsto en la Constitución suya y que no pudo modificarse debido a un problema de mayorías parlamentarias, al Senado en calidad de senador vitalicio. En su asiento del Senado, el general quedó expuesto por primera vez, situación que probablemente no se había imaginado bien, a la réplica de sus adversarios. La consecuencia directa es que en los meses que lleva ha sido un senador silencioso, más bien ausente, que ingresa a las sesiones por una puerta excusada. Sólo se le ha concedido la palabra un par de veces, con motivo de algún aniversario patriótico, y no ha tenido más remedio que pedírsela a una persona, el actual presidente del Senado, a quien hace algunos años expulsó del país en forma arbitraria.

En estos mismos meses posteriores a su salidad del Ejército se han presentado 11 querellas criminales contra Augusto Pinochet Ugarte ante el poder judicial chileno. El magistrado Juan Guzmán Tapia las ha admitido a trámite y trabaja en ellas con gran intensidad. Tampoco es una situación que se haya conocido en otras salidas de dictadura. Ahora bien, en su condición de senador vitalicio, el ex general goza de fuero parlamentario, pero el Pleno de la Corte Suprema tiene la facultad de retirárselo. Guzmán Tapia es un juez competente, distinguido, hijo de una persona que recuerdo con gran afecto: el notable poeta y diplomático Juan Guzmán Cruchaga. No sé si podrá llegar a una sentencia condenatoria, pero estoy seguro, sí, de que conseguirá investigar y aclarar muchísimas cosas, cosas sin duda decisivas para que el país termine de conocer lo que sucedió, para que termine de recuperar su memoria histórica, y con ella, su serenidad, el equilibrio que nunca debió perder.

Ha sido, como se ve, todo un proceso lento, largo, lleno de episodios extremadamente difíciles, que ha tocado fibras muy delicadas, pero que nunca se ha interrumpido a lo largo de estos años. ¿Puede alguien, después de estudiar el asunto con un poco de seriedad, con sensibilidad política, con respeto por los otros, pensar que conviene intervenir a toda costa, interrumpir esa opera-

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ción que se ejecuta sobre heridas abiertas, entrando como un elefante en una cristalería? Un proceso en Chile, aunque sólo sirva para conocer la verdad y para provocar una toma de conciencia colectiva, una madurez mayor de la sociedad civil, tiene un enorme sentido. Me parece, en cambio, con el perdón de ustedes, que un proceso en Madrid, en la capital de un país donde no se hizo nada comparable para conocer y castigar los abusos del franquismo, sería una perfecta payasada. ¿Con qué objeto, además? ¿Para colocar a un anciano de salud frágil bajo vigilancia española, con todos los problemas que esto provocaría entre los dos países? Entre el juez Garzón y el juez Guzmán, me quedo a ojos cerrados con el juez Guzmán.

No he querido entrar en las consecuencias de todo este episodio para la futura, inevitable y probablemente cercana transición en Cuba. Quizá lo haga en un texto próximo. Pero me quiero referir brevemente a las relaciones de Chile con España y con el resto de Europa. A lo largo de este siglo, Chile circuló dentro de la órbita económica, política y hasta cultural de los Estados Unidos, pero los presidentes democráticos anteriores a Salvador Allende, y sobre todo Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva, trataron de impulsar un acercamiento a los principales países europeos. La gira oficial del presidente Frei Montalva a Europa en 1965, gira en la que me tocó actuar como joven diplomático acreditado en Francia, fue uno de los hitos de toda esta política exterior. Por razones obvias, aunque quizá discutibles, la España del franquismo quedó excluida. Años más tarde, el mundo pinochetista actuó con muy escasas simpatías hacia aquello que calificaba en forma desdeñosa como "socialdemocracias europeas". En los últimos tiempos, con los Gobiernos de Patricio Aylwin y de Frei Ruiz-Tagle, se había producido una recuperación y una reorientación, y España, esta vez, parecía destinada a jugar un rol importante. Ahora temo que el episodio del general Pinochet provoque un retroceso de efectos bastante largos. Escuché a un político de la izquierda española decir en la televisión lo siguiente: "Si al Gobierno de Chile no le gusta, que vaya a misa". Me pareció una afirmación de un simplismo extraordinario. Ya estamos acostumbrados, por desgracia, en la América que habla en español o en portugués, a las nociones simplistas de los europeos, a la aplicación a nosotros del viejo Diccionario de las Ideas Recibidas. En el episodio de Londres, los jueces, en el fondo, han hecho hasta ahora lo suyo, pero temo que los Gobiernos hayan actuado con poca sutileza, sin prestar una verdadera atención a las complejidades internas del problema, con la vista demasiado colocada en la galería.

Insisto en lo que afirmé al comienzo: no hago ni tengo ningún motivo para hacer, a estas alturas, la defensa del general Pinochet. Espero, por el contrario, que el juez Guzmán Tapia pueda substanciar sus procesos en forma legal y normal, sin presiones indebidas. Defiendo otra cosa, y confío en que los lectores de buena voluntad lo hayan entendido. En esto último, en aquello que atañe a la reacción del lector, siempre soy un decidido, un obstinado optimista.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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