Claves de una paradoja insoportable
Fidel Castro, el ya anciano dictador que le tocó en desgracia a mi país, está de plácemenes: principal figura mediática de la Cumbre Iberoamericana; jaleado por cinco mil personas en un polideportivo de Oporto lleno de banderas rojas donde el extraordinario escritor comunista José Saramago, flamante premio Nobel de Literatura, lo definió nada menos que como "síntesis de las virtudes del pueblo cubano"; recibido como un héroe por José Manuel Rodríguez Ibarra, uno de los más influyentes barones socialistas de España; visitado como un amigo por Manuel Fraga Iribarne, el más importante símbolo vivo de la derecha española, quien emuló al comunista Saramago al calificar a Castro de "símbolo de la independencia"; invitado oficial del presidente de Gobierno José María Aznar al palacio de la Moncloa; inminente anfitrión del rey don Juan Carlos en La Habana y también de la próxima Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de los países iberoamericanos, Castro no fue incluido siquiera en el mapa de los dictadores latinoamericanos que EL PAÍS publicó en su edición del domingo 1 de noviembre. Uno no puede menos que preguntarse por qué ese señor provoca la insoportable paradoja de ser un dictador no sólo aceptado, sino también aclamado y bendecido, y aun de serlo a la vez por tantos demócratas de izquierdas y de derechas en España, Portugal y América Latina, sin que ni a unos ni a otros les importe el sentido de la doble, flagrante contradicción en la que incurren.Intentando encontrar algunas claves que me permitan explicar esta insoportable paradoja he llegado a la conclusión de que probablemente muchos de los demócratas a que me he referido, sobre todo los de izquierda, no reconocen en Castro a un dictador. Como los personajes de Ensayo sobre la ceguera, la visionaria novela del propio Saramago, una buena parte de la izquierda se ha quedado ciega ante el comandante en jefe de su juventud. Esa falta de visión le impide reconocer la evidencia palmaria de que Castro está a punto de cumplir nada menos que cuarenta años en el poder sin haber permitido un solo proceso electoral que merezca ese nombre; y preguntarse por qué desde hace decenios en Cuba no existe libertad de asociación ni de opinión; por qué miles y miles de personas han sufrido un atroz presidio político; por que otros miles han sido condenados a muerte y fusilados; por qué ha quedado impune un crimen masivo tan repugnante y documentado como el hundimiento por buques cubanos del trasbordador Trece de Marzo la noche del 13 de julio de 1994, en el que 41 personas, entre ellas mujeres y niños, fueron literalmente asesinadas; ni por qué dos millones de cubanos -el 20% de la población del país- hemos sido forzados al exilio.
Mencionaré una entre las varias causas que permiten explicar esa culpable ceguera. Muchos de los intelectuales y políticos de izquierda que disfrutan de la democracia en su propio país mientras invitan y aclaman a Castro están aclamando en realidad a su propia juventud dorada, a los años en que la revolución cubana funcionaba como una llamarada de esperanza frente a las grises dictaduras franquistas, salazaristas o a sus pariguales en Latinoamérica. En una perversa manifestación de sinécdoque política confunden a Castro con Cuba, ejercen su solidaridad con el poderoso y la viven a distancia o como invitados de lujo, sin sufrir ni una sola de las indecibles penalidades por las que atraviesa la población cubana ni querer enterarse siquiera de la existencia de quienes todavía hoy se pudren en las cárceles castristas por delitos de opinión -Martha Beatriz Roque Cabello, René Gómez Manzano, Félix Bonne Carcasés y Vladimiro Roca, por ejemplo-. Estos izquierdistas están ciegos de nostalgia y carecen del coraje moral como para decir abiertamente: "Bien, me equivoqué, y ahora lo reconozco y denuncio que Castro es un dictador tan deleznable como lo fueron Franco o Salazar, aunque eso me obligue a revisar críticamente parte de mi propio pasado".
Probablemente las razones de los demócratas de derecha para callarse con respecto a Castro sean otras, pero lo cierto es que una buena parte de ellos hacen causa común con los de izquierda frente al caso cubano. Presionada por la pinza de la izquierda y del gran capital, la derecha se ha impuesto como primer objetivo el participar de modo preferencial en la obscena subasta que Castro ha abierto para malvender la isla; una isla convertida en burdel y en paraíso de capitalistas, donde los nacionales no pueden invertir ni competir, y los sindicatos independientes y el derecho a la huelga están rigurosamente prohibidos por la dictadura. Ese derecho de pernada que Castro entrega al capital internacional tiene un precio: callarse la boca ante los desafueros totalitarios del Gobierno cubano. La derecha lo sabe -o el propio Castro se lo recuerda con sus desplantes cuando es menester-, y está dispuesta a pagar ese precio terrible con el que obtiene además el rédito suplementario de acallar las críticas de la izquierda enceguecida y culpable.
De este modo, en España se ha ido conformando un oscuro pacto de reconocimiento de la dictadura castrista que ha obrado el milagro de unir a amplias zonas de la izquierda, el centro y la derecha en un frente francamente obsceno. En el apoyo explícito al castrismo o en el silencio culpable sobre sus radicales violaciones de los derechos humanos se confunden, como en el inolvidable Cambalache de Discépolo, intelectuales de izquierda, líderes del PP, barones del PSOE, cabezas visibles de IU, nacionalistas e independentistas vascos, catalanes, gallegos y canarios, centralistas madrileños, nostálgicos del franquismo, republicanos y monárquicos. Lo más atroz de esta entente es que opera sobre el conmovedor fondo de afecto que los españoles -y los latinoamericanos y portugueses- sienten hacia Cuba. ¿Cómo pueden ellos entender lo que pasa allí si conspicuos representantes de todas las tendencias políticas, así como escritores de la talla de un José Saramago o un Gabriel García Márquez, o de la popularidad y el talento de un Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, apoyan pública o solapadamente al dictador? ¿Cómo, si a una diabólica habilidad para aparecer como víctima, Castro, libre de crítica, suma una impúdica retórica anticapitalista que no le impide, sin embargo, re-
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vender a precio de saldo a unos capitalistas lo que antes "nacionalizó" a otros? ¿Cómo, si mientras entrega la isla al extranjero, prohibiendo a los cubanos invertir en su propia tierra, consigue presentarse como un paladín del nacionalismo y como un vengador de la derrota del 98?
La detención del siniestro dictador Augusto Pinochet en Londres tuvo, entre otras, la virtud de los grandes cuentos de hadas. Lo imposible sucedió. La humanidad democrática ha llevado a cabo un juicio moral al tirano. Y esa magnífica nueva da derecho a soñar con un mundo donde todos los dictadores tengan que someterse a la justicia. Ariel Dorfman, en su Carta de veras abierta a Pinochet, publicada recientemente en estas mismas páginas, concibió ese sueño como una pesadilla del dictador, en la que éste tuviera que enfrentarse con la memoria de sus crímenes contados por sus víctimas. Yo suscribo ese deseo del gran escritor chileno, pero con respecto a Cuba y al menos por ahora mi sueño es más modesto. Me conformaría con que los demócratas de izquierda y de derecha mantuvieran abiertos los canales de comunicación con la isla, denunciaran el embargo norteamericano y ejercieran una irrestricta solidaridad con la población cubana, a la vez que hicieran pública su crítica a las violaciones de los derechos humanos que Castro comete día a día y lo denunciaran y trataran como lo que realmente es: el decano de los dictadores en ejercicio, el que más tiempo lleva en el mundo oprimiendo a su pueblo.
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