Los límites de la tolerancia
Dos son las enseñanzas de los comicios norteamericanos de la semana pasada. La primera, la confirmación del rechazo que produce la hipermediatización agresiva de un mensaje o de un político, que ha sido ahora tan negativa para Gingrich/ Starr como lo fue para Giscard d"Estaing en las elecciones presidenciales de 1981. La segunda, el primado de la moderación en los modos conjuntamente con la vigencia de los valores sociales más convencionales y establecidos. Por eso me parece equivocada la lectura de quienes pretenden que estas elecciones suponen un giro hacia posiciones de centro progresista en concordancia con los triunfos socialdemócratas en Europa. Los resultados de las 234 propuestas que se han votado en los distintos Estados prueban, al contrario, que la opción de la conservación ha prevalecido sobre la del cambio. La affirmative action o discriminación positiva en favor de las minorías raciales que obliga a las universidades y a las empresas a reservarles un determinado número de plazas, seguirá siendo una gran asignatura pendiente. Como lo seguirán siendo la legalización de la eutanasia médicamente asistida y el establecimiento del estatuto legal para las parejas homosexuales. Que el amor oral presidencial y el perjurio público no se hayan traducido en castigo electoral para Clinton no quiere decir que EEUU haya abrazado la posmodernidad, un país donde cerca del 80% se declara partidario de la pena de muerte. No han sido los contenidos denunciados por la publicidad política republicana, sino el sectarismo de esa publicidad y las exaltadas soflamas de Gingrich, Helms, Starr las que han empujado el balancín en dirección opuesta. Frente al extremismo se ha elegido la moderación, frente al fanatismo la tolerancia. Lo que está bien ¿pero basta con ello? ¿Pueden la moderación y la tolerancia ser respuestas adecuadas a la necesidad de transformación que pide la comunidad a la que se pertenece? Sin llegar a la consideración represiva que Marcuse imputaba a la tolerancia, es indudable que si no acompaña los procesos de mutación de una sociedad, puede convertirse en la más eficaz coartada para la consagración del inmovilismo.Lo mismo cabría decir de las proclamas de tolerancia de que hacen gala los críticos del Pacto Civil de Solidaridad (PACS) que el Gobierno francés ha propuesto para dotar de un estatuto legal a las parejas homosexuales y que se está debatiendo a golpe de cálculos electorales y de pasiones ideológicas en la Asamblea francesa. La tolerancia, es decir, la aceptación y, por ende, la legitimación social de que goza hoy la homosexualidad practicada es tan amplia que a los jóvenes puede parecerles absurdo que hasta hace muy pocos años -en Francia hasta 1981- fuera un delito tipificado en el Código Penal. Pero ahora se trata de meterlos en el Código Civil. Es decir, de reconocer a las parejas homosexuales los mismos derechos patrimoniales fiscales, sucesorios, etcétera, que tienen las parejas heterosexuales. Lo que no es discutible, pues deriva directamente de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de nuestra Convención Europa. ¿Pero según qué modalidad? ¿Recurriendo a la fórmula del concubinato? ¿Reclamando un "auténtico" matrimonio ante la autoridad religiosa -impensable en la religión católica, pero no en alguna iglesia protestante- y/o política (alcalde, juez, etcétera)? Lo paradójico y perturbador de esta situación es que una figura tan a la baja como el matrimonio -más del 40% de las parejas heterosexuales que viven en París no están casadas- y tan poco prestigiosas como el concubinato sean las únicas que se manejan. Se diría que sucede en este campo lo mismo que en el geopolítico, en el que las comunidades con vocación de naciones reclaman la condición de Estado por desprestigiado que esté. Lo que más necesitamos hoy es reforzar nuestra inventividad institucional, potenciar nuestra capacidad creadora de soportes jurídicos para los múltiples procesos renovadores que afloran por todas partes. Tolerancia sí, pero con voluntad de intervención, con compromiso social.
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