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FORMACIÓN Y EMPLEO Invertir en educación

Hoy sabemos que la relación entre economía y educación no se puede establecer al modo de un mero mecanismo de causa-efecto ni, tampoco, podemos concebirla al margen de los factores, endógenos y exógenos, que configuran la realidad económica, política y social de un país. Pero lo que nadie discute es una evidencia histórica: ningún país industrializado logró un crecimiento económico significativo antes de alcanzar unas cotas educativas más que notables. Se puede comprobar que los países con más alto nivel de renta están dotados de modernos sistemas educativos. Por tanto, lejos de los entusiasmos y del ingenuo optimismo del desarrollismo, es posible sostener -como afirmó la Conferencia Mundial sobre la Educación de 1990- que ésta puede ser una de las condiciones indispensables para el desarrollo si se dan, en mi opinión, dos condiciones: la de disponer de un modelo de sistema educativo acorde con las necesidades, intereses y expectativas de la sociedad y la de ser producto de un amplio consenso entre las fuerzas representativas de esa sociedad. Este sistema, homologable en cuanto a calidad con aquellos países industrial y económicamente avanzados, debe estar en condiciones de formar para la innovación a personas capaces de adaptarse a un mundo en rápida mutación y de dominar el cambio. A la vez, la educación ha de contribuir a preparar para la vida en común a ciudadanos y ciudadanas responsables y libres, dispuestos a participar activamente en la vida de la colectividad desde parámetros de convivencia pacífica y de democracia. Creo que en España tenemos ese sistema educativo, aunque, por supuesto, perfeccionable y mejorable con los mecanismos de autocontrol y de control externo de que dispone. En segundo lugar, conseguir que la educación en este país sea, efectivamente, un elemento clave en materia de desarrollo y de empleo, exige que todo el ámbito de la formación esté presente, y en calidad de protagonista, en cualquier política o medida que se arbitre por los poderes públicos del Estado y de las Comunidades Autónomas, en los terrenos social y económico: incentivos a la inversión, apoyo al proceso productivo, fomento de la competitividad, políticas de empleo, pacto social, reforma del sistema de cargas impositivas, políticas redistributivas, etcétera... Ninguna de estas vías de avance en materia de bienestar alcanzará realmente lo que se propone si olvida estas actuaciones con las políticas educativas y de formación. En un artículo de hace unos meses, Martín Patino ofrecía argumentos y datos contundentes acerca del papel que representa la formación en relación con el empleo. Afirmaba que lo alarmante no es el número de parados, sino la estructura misma del desempleo en España: el 70% de los demandantes de trabajo no tiene otros estudios que el Graduado Escolar; mientras que en la población ocupada, el 50% acreditan titulaciones medias y técnico-profesionales, por lo que se deduce el valor de las cualificaciones y la necesidad de proseguir avanzando en la mejora de éstas con objeto de que respondan a un auténtico perfil de competencia profesional. Pero, llegados a este punto, hemos de ser conscientes de que de poco nos va a servir contar con un sistema educativo adecuado y centrar en torno a las exigencias educativas las acciones encaminadas a la creación de empleo y al fomento del desarrollo socioeconómico, si no nos planteamos seriamente invertir en educación; no se trata meramente de sostener las estructuras educativas exigentes, de aguantar con el mínimo que se despacha en financiación para cubrir las apariencias de mantenimiento de lo que es, en realidad, un servicio que los poderes públicos están obligados a prestar a su ciudadanía. La cuestión es apostar decididamente por invertir de manera prioritaria en educación. De otro modo, todo el discurso acerca de su importancia no pasa de ser pura retórica hueca. La situación de España en materia de inversiones en educación es muy deficiente. El informe de la OCDE (Education at a Glance. OCDE Indicators, 1997) compara los diferentes sistemas y su financiación por parte de los distintos países y no deja lugar a dudas: somos, con Turquía y Portugal, el país con mayor población adulta con una educación mínima y, a la vez -junto con los dos mencionados-, el que el país de más población joven con un número menor de años de formación. Los indicadores "gasto por estudiante" y "gasto en infraestructura", referidos a todos los niveles del sistema educativo, nos sitúan en los últimos puestos. La fragilidad educativa y formativa repercute, dramáticamente, sobre nuestro problema más lacerante: el desempleo. Sin embargo, el Gobierno parece fiar toda la lucha contra el paro a los efectos inducidos por el crecimiento económico. Error de bulto, pues está de sobras comprobado que en cuanto las curvas de crecimiento decaen -y esto es un fenómeno difícilmente previsible en el mundo de hoy- el empleo no sufre el lógico descenso, sino que, se desmorona como un castillo de naipes. Es preciso asumir esta realidad y reaccionar con energía. La financiación de la educación sí que es un asunto de interés general que debe estar por encima de los enfrentamientos políticos o ideológicos y a resguardo de los cambios de coyuntura de las políticas económicas. Es urgente articular el tan demandado pacto por la educación; el cual, por supuesto, pivota, para su eficacia, entorno a la financiación. No es sólo el futuro, es nuestro mismo presente el que se nos va de las manos si no cogemos el toro por los cuernos y en el marco de un gran acuerdo nacional de todas las fuerzas políticas, sindicales, empresariales, medios de comunicación, profesionales, organizaciones ciudadanas, administraciones, etcétera, tomamos partido por la educación. El ámbito de la inversión y financiación en ella es, quizá, de los pocos en los que la unanimidad no resulta sospechosa.

Manuel Pezzi Cereto es Consejero de la Junta de Andalucía.

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