De la cohesión a la incoherencia común
La Comisión Europea acaba de presentar su documento de reflexión sobre la financiación futura de la UE que, en la lógica nacional que parece ir imponiéndose en la construcción europea, no aporta más que ideas sobre cómo justificar y llevar a cabo una reducción de las diferencias entre lo que aportan y lo que reciben del presupuesto algunos miembros.Tres son las inquietudes que suscita el documento. En primer lugar, la disposición de la Comisión a embarcarse en un ejercicio de complicidad con las demandas de algunos miembros de reducir su aportación al presupuesto comunitario, expresando, como coartada moral y política, unas tímidas reservas conceptuales.
En segundo lugar, la sugerencia de que los Estados miembros financien el 25% de las ayudas directas de la Política Agrícola Común (PAC) a sus agricultores, que ahora se financian íntegramente con cargo al presupuesto comunitario, sin reflexión alguna sobre sus implicaciones para el carácter común de la PAC, sólo porque los miembros que desean reducir su aportación son contribuyentes netos a los gastos agrícolas, con el sólido argumento de que su aplicación es fácil porque no requiere unanimidad ni ratificación de los Parlamentos nacionales.
Por último, llama la atención la incoherencia entre los argumentos utilizados para descalificar la propuesta del Gobierno español respecto a los ingresos, y lo que propone la Comisión respecto de los gastos.
Sorprende que la Comisión, en un ejercicio de pragmatismo digno de mejor causa -no son, al parecer, estos tiempos adecuados para la lírica de la solidaridad- acepte el ejercicio reduccionista de medir los efectos económicos de todos lo flujos derivados de la pertenencia a la UE en términos de saldo presupuestario, y defienda el sinsentido de reducir la capacidad redistributiva del presupuesto comunitario, su contribución a la cohesión, precisamente cuando iniciamos una unión monetaria. No se trata de defender aquí sistemas de redistribución como los que caracterizan a los Estados federales, no digamos ya a los Estados unitarios, pero sí de avanzar por esa vía, y sobre todo, de evitar caminar en sentido contrario.
La Comisión se quita el debate de encima diciendo que ello "necesita un contexto político basado en un sentido de la solidaridad y del objetivo común mucho más potente que el que caracteriza actualmente a la integración europea", y se resigna a un enfoque minimalista de sus objetivos. En lugar de asumir el papel institucional que le corresponde de impulsar un proyecto europeo deseable, se conforma con intentar un resultado posible claramente regresivo.
La propuesta de que los Estados miembros financien el 25% de las ayudas a los agricultores tiene graves implicaciones para el futuro de la PAC que, junto con el resto de las propuestas agrícolas de la Agenda 2000, deben ser objeto de un debate mucho más amplio que el que se deriva de utilizar la PAC para atender las exigencias financieras de algunos Estados miembros. Espero que la nueva propuesta reactive un debate sobre el futuro de la PAC sobre el que nuestro Gobierno parece querer pasar de puntillas, a pesar de sus implicaciones económicas, sociales y territoriales.
Es evidente la necesidad de continuar con las reformas de la PAC, aunque se puede discutir el calendario y el alcance de los cambios, para hacerla compatible con nuestros compromisos internacionales, incluida la ampliación de la UE, y para fortalecer su legitimación social ante los propios agricultores y el conjunto de los ciudadanos europeos. Más mercado, más cohesión social y territorial, más contribución a la protección del medio ambiente y más calidad y seguridad de los productos alimenticios suscitan consenso como orientaciones generales, aunque ello no impida discrepancias en su plasmación concreta. Sin embargo, la propuesta financiera sobre la PAC agrava dos de las principales preocupaciones suscitadas por la Agenda2000: la contribución de la PAC a la cohesión económica y social y el mantenimiento de una política agrícola para la UE homogénea y financiada solidariamente.
Siempre se ha criticado, con cierto fundamento, la escasa contribución de la PAC a la cohesión, a la reducción de las desigualdades en la UE. El sostenimiento de las rentas agrarias mediante precios elevados y restituciones a la exportación favoreció históricamente a las agriculturas más productivas y a las explotaciones de mayor dimensión. El creciente recurso a las ayudas directas a la renta, junto a las bajadas de precios, no ha venido acompañado de criterios suficientes de discriminación en los destinatarios de esas ayudas de acuerdo con el interés social por el mantenimiento de su actividad y de su renta. Las propuestas de la Agenda 2000 ya implican un retroceso en la cohesión al aceptar una pérdida generalizada de renta para sectores con renta muy inferior a la media de sus respectivos países, y al considerar que la redistribución de las ayudas mediante criterios de modulación debe hacerse a nivel nacional y no a nivel comunitario. La nueva propuesta de cofinanciación nacional es, evidentemente, contraria a la cohesión al trasladar una carga financiera adicional a los países menos desarrollados de la UE, que son beneficiarios netos del presupuesto agrícola por tener un sector agrario de mayor peso.
La ruptura del carácter común de la política agrícola tiene mucha mayor relevancia que las ganancias y las pérdidas financieras para cada país. Algunos ya habíamos expresado nuestra preocupación porque las propuestas de la Comisión en la Agenda 2000, al trasladar un amplio margen de decisión en política agrícola a los Estados miembros, impulsarían una renacionalización de la financiación de la PAC. Si el menú es a la carta (política agraria nacional), no es sostenible por mucho tiempo una financiación a escote (comunitaria). La nueva propuesta agrava la preocupación por el futuro del carácter común de la política agrícola. Si el traje (la política agrícola) va a tener que ser pagado por cada miembro, es inevitable que cada uno quiera hacérselo a su medida y no acepte un traje que sirva para todos.
El resultado será que la política agrícola y los niveles de apoyo a los agricultores diferirán de unos Estados a otros, generando tratos discriminatorios y distorsiones de la competencia en beneficio de los agricultores y ganaderos de los países con mayor capacidad financiera y menor número de agricultores a subvencionar. Estas consideraciones son independientes de la opinión de cada uno sobre el nivel deseable de regulación y de ayuda al sector.
Por último, no deja de sorprender que se rechace la propuesta del Gobierno español sobre la progresividad en las contribuciones al presupuesto en favor de la solidaridad en el gasto, por estar vinculado a políticas comunes que permiten un control por todos los contribuyentes europeos, y al mismo tiempo se hipoteca el carácter común de una política agrícola ya consolidada y se traslada una pesada carga financiera a los Estados menos prósperos.
Es cierto que la propuesta del Gobierno español ha sido realizada tarde, con escasa convicción y poniendo en escandalosa evidencia su carácter táctico, más que como resultado de un discurso elaborado sobre el papel de la cohesión en la construcción europea. La contradicción de pedir más solidaridad y más progresividad en la UE, al mismo tiempo que se reduce la capacidad recaudatoria y la progresividad del sistema fiscal español, no han sido las mejores tarjetas de presentación para el Gobierno. Pero la escasa autoridad del negociador no reduce la validez de los objetivos y de los argumentos de fondo como contribución a Europa.
Un último apunte. Creo que la Comisión Europea, y muchos analistas políticos y económicos, atribuyen injustificadamente al gasto agrícola el papel de freno al desarrollo de otras políticas comunes, y subestiman la contribución de la PAC a la cohesión política europea, así como la capacidad de minar el consenso social y político del mercado único y de la construcción europea que tienen las distorsiones en el ámbito agrario generadas por una eventual ruptura del carácter común de la política agrícola
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