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Tribuna
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Sadam Husein, un dictador brutal que sabe lo que hace

En los días anteriores a la guerra del Golfo de 1991, el presidente de Estados Unidos, George Bush, tenía la costumbre de sacudir la cabeza asombrado por la reacción de Sadam Husein a las múltiples resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Cuando se le ordenó retirar su ejército de ocupación de Kuwait, el dictador iraquí se negó, y se pudo ver en televisión a Bush quejándose: "Sencillamente, no entiendo a Sadam Husein". Era -o así debíamos creerlo- irracional, ilógico, incapaz de pensar razonablemente, un hombre que no lograba comprender la insensatez de sus actuaciones.Hoy día, los iraquíes pueden dudar que mereciera la pena la invasión de Kuwait -aunque no los ocho años anteriores de guerra con Irán-, pero pocos ponen en tela de juicio la astucia e inteligencia de su líder. No es ningún genio militar, pero entiende perfectamente el descenso del prestigio norteamericano en Oriente Próximo, el sentimiento de traición que muchos millones de árabes experimentan respecto a EE UU y la simpatía que han creado en la región las sanciones de castigo de Naciones Unidas, con sus impresionantes repercusiones en las vidas de los ciudadanos de Irak.

Sadam sabe apreciar también el declive de la vieja alianza árabe del Golfo contra él. En el mes de febrero, cuando Washington hablaba de una nueva guerra contra Irak -por la negativa de Sadam a permitir que la ONU enviara inspectores a sus palacios-, los saudíes dijeron a la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, que no permitirían el despegue de misiones de bombardeos contra Irak desde su territorio. Hace pocos días han repetido su negativa al secretario de Defensa, William Cohen. En febrero, cuando el secretario general de la ONU, Koffi Anan, aceptó un compromiso miserable -la ONU podía examinar los palacios, pero sólo una vez-, Sadam supo que era capaz de soportar las presiones de Estados Unidos.

Porque lo cierto, desde un punto de vista histórico, es que la única oportunidad real que ha tenido jamás Occidente de desarmar a Sadam se produjo en los días inmediatamente posteriores a la guerra del Golfo de 1991. Si hubiéramos estado dispuestos a enviar a nuestros ejércitos hasta el final, hasta la propia Bagdad, para derrocar a Sadam e instalar en el poder a un dictador nuevo y más obediente habríamos podido destruir todos los misiles, las toxinas, los gérmenes de ántrax, las botulinas y las probetas de gas sarín que tenía el país.

Sin embargo, no podíamos ir hasta el final en 1991. Se habría desintegrado la alianza árabe, las fuerzas estadounidenses se habrían visto atrapadas en una guerra de guerrillas en Bagdad y nos habríamos encontrado ante una ocupación indefinida del país. Además, estábamos cansados. Nuestros hombres querían dejar el Golfo y volver a casa. Deseábamos reanudar nuestras vidas y olvidar al hombre al que el mundo había comparado con Adolfo Hitler. La posibilidad de procesarle por crímenes de guerra -propuesta por Occidente cuando Sadam era la Bestia de Bagdad- quedó olvidada.

En muchos aspectos, la política de Occidente respecto a Sadam después de la guerra fue muy semejante a la de las potencias aliadas victoriosas tras la I Guerra Mundial. En 1918, Alemania estaba derrotada, sus ejércitos, al borde del motín, y los Aliados se encontraban en el Rin. En virtud de los términos del Tratado de Versalles, Alemania tuvo que emprender una serie de medidas muy parecidas a las que se exigieron a Sadam en 1991. El Reich tuvo que pagar enormes indemnizaciones por los daños causados por la guerra entre 1914 y 1918, tuvo que desmantelar sus ejércitos, sus flotas y su fuerza aérea; en resumen, sus armas de destrucción masiva. Se vio obligado a destruir todas sus reservas de armamento químico. Alemania se había convertido en el paria de Europa. ¿Qué ocurrió? Que los aliados se cansaron. Querían regresar a casa, no ocupar Renania. Después de todo, se trataba de la guerra que había acabado con todas las guerras; como dice el reverso de la medalla de combate de mi padre, "La guerra por la civilización".

Entonces, la Alemania de la posguerra atravesó un periodo terrible de inflación masiva; lo que está haciendo ahora el dinar iraquí es lo que hizo el Reichsmark en los años veinte, perder un valor de hasta el 10% semanal, a veces diario. E, igual que Hitler llegó a la conclusión, 15 años después del Armisticio de 1918, de que los aliados no iban a impedirle que reconstruyera el ejército ni la fuerza aérea de Alemania, Sadam ha llegado ahora al convencimiento, ocho años después del conflicto del Golfo, de que puede desobedecer abiertamente a los inspectores de armas de la ONU, Washington y la comunidad internacional. Si le disparamos más misiles, puede ignorarlos y llevar adelante su intransigencia. Si sigue negándose a acatar las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, Occidente tendrá que invadir Irak, algo que Sadam sabe que no vamos a hacer. En otras palabras, Sadam nos ha deshecho el farol.

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Es posible que no entienda la forma de actuar del mundo en general, pero entiende perfectamente la forma de actuar del mundo árabe. Ha observado cómo se derrumbaba, ante los asombrados ojos de los árabes, el proceso de paz para Oriente Próximo elaborado por norteamericanos e israelíes.Sadam ha presenciado cómo moría el proceso de paz. Sabe lo que representa para los palestinos. Sabe lo que dicen los jeques del golfo Arábigo en sus palacios. Al fin y al cabo, se les invitó a participar en la guerra del Golfo para obligar a Sadam a que acatara las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, cuando Israel desobedece dichas resoluciones, no hay condenas, sanciones ni sugerencias de que Estados Unidos vaya a tener que emplear la fuerza para llamar a los Estados renegados al orden.

Sadam Husein lo sabe todo sobre la estupidez humana y sigue teniendo gran interés por los ejércitos. Con todo lo perverso, brutal y cruel que es -y sigue siendo importante, para cualquiera que se atreva a criticar la política occidental respecto a Irak, que no se olviden esas palabras-, Sadam intenta mantener intacta la fuerza militar de Irak. Los inspectores de la ONU, debido al carácter deliberadamente entrometido de su misión, no sólo intentaban descubrir qué armas satánicas ocultaba Sadam, sino qué armas podía estar planeando para el futuro. Lo que buscaban en los palacios, por ejemplo, eran documentos relativos al potencial armamentístico de Irak, en el pasado y en el futuro. En otras palabras, la ONU quería husmear en la futura capacidad ofensiva de Irak, además de saber qué armas puede seguir teniendo en su poder.

Tal vez sea una tarea digna de elogio. Pero no hay un Estado soberano dispuesto a exponer sus secretos para el futuro ante sus enemigos. Y el convencimiento de Sadam de que los inspectores de la ONU eran espías le llevó a una conclusión inevitable. Era preciso terminar lentamente con la misión de Naciones Unidas. La prensa iraquí (un instrumento de propaganda del Gobierno iraquí) escogió a Scott Ritter, uno de los miembros más agresivos del equipo de la ONU y antiguo funcionario estadounidense en la guerra del Golfo, que trabajó con el general Schwarzkopf en su cuartel general de Riad. A Ritter se le calificó específicamente de agente israelí. No era cierto, afirmaron los norteamericanos. Los amigos árabes de Washington -ansiosos por la idea de que Israel pudiera tener algo que ver a la hora de someter a Irak- se tranquilizaron.

Sin embargo, hace tres semanas, Scott Ritter -después de haber dimitido de forma muy airada de su puesto en la ONU, con la afirmación de que Clinton, Albright, el Departamento de Estado norteamericano, el Foreign Office y otros habían conspirado para reprimir su labor- hizo una confesión espectacular.

Declaró que había estado visitando Israel, todo ese tiempo, para hablar de las armas secretas iraquíes. Había estado en Israel "muchas veces" durante su periodo como enviado de la ONU en Bagdad. Los israelíes le habían proporcionado detalles de las fábricas militares iraquíes. Richard Butler, aseguró Ritter, conocía sus visitas.

Ahora, los árabes creen que las afirmaciones iniciales de los iraquíes son ciertas. Los israelíes, que construyen nuevos asentamientos en los territorios árabes, desafiando las resoluciones del Consejo de Seguridad y el derecho internacional, ayudaron activamente a los hombres de la ONU a imponer las resoluciones del Consejo de Seguridad a Irak. La prensa de Sadam afirma que todos los hombres de Butler trabajan para los israelíes. Mentira, asegura Butler. Pero guarda silencio sobre las revelaciones de Ritter.

Todo esto sitúa a Sadam en una posición de fuerza, quizá la más segura desde el final de la guerra del Golfo de 1991. Las sanciones están traumatizando a su pueblo -las visitas que hice el mes pasado a los pabellones de oncología infantil del sur de Irak fueron suficientes para convencerme-, mientras que Sadam permanece indemne. Madeleine Albright insiste en que hay que mantener las sanciones. Sadam sigue construyendo palacios, afirma Albright en la ONU, mientras blande fotografías tomadas por satélite de las horribles moles de estilo Luis XVI que construye el dictador en todo el país. El secretario de Exteriores británico, Robin Cook, anuncia que el régimen de Sadam ha pedido a la ONU que levante las sanciones contra las sustancias químicas para el tratamiento de los implantes de senos. El mensaje que quieren transmitir pretende ser sencillo: que Sadam no está sufriendo. Pero la ironía es evidente. Si el pueblo es el único que sufre y Sadam permanece indemne, está claro que las sanciones que desean mantener Albright y Cook han fracasado por completo.

Con el programa de la ONU de petróleo por alimentos, los civiles iraquíes no deberían sufrir las consecuencias de las sanciones. Pero -como reconocen abiertamente los mismos funcionarios de la ONU encargados de vigilar la aplicación de las sanciones en Bagdad- sufren. Por muchos alimentos que se pongan a disposición de los ciudadanos, éstos son víctimas de enfermedades causadas por aguas sucias y alcantarillados sin reparar. El programa de petróleo por alimentos no incluye dinero para arreglar las plantas de tratamiento de agua o las bombas de desagüe, las centrales eléctricas cuyos apagones hacen que todos los sistemas de agua potable estén, en la actualidad, llenos de excrementos. En el sur de Irak, la explosión de casos de cáncer infantil indica que el uso que hicieron norteamericanos y británicos de proyectiles de uranio agotados durante la guerra del Golfo quizá irradió el suelo. En Basora, por ejemplo, han aparecido tomates de gran tamaño y champiñones de formas grotescas. Casi todos los hombres y mujeres con los que hablé en la ciudad el mes pasado tenían en su familia a algún miembro de corta edad aquejado de cáncer. Uno de los propios médicos de la clínica oncológica de Basora se está muriendo. Y, sin embargo, no se está llevando a cabo ningún tipo de investigación médica sobre este fenómeno, a pesar de que debe de existir alguna relación entre el cáncer de Irak y el síndrome de la guerra del Golfo que padecen veteranos del conflicto en el Reino Unido y Estados Unidos.

Los lectores de The Independent de Londres adquirieron medicamentos por valor de 150.000 dólares para las víctimas del cáncer infantil en Irak. El mes pasado presencié su distribución. Su generosidad salvará un puñado de jóvenes vidas, aunque la mayor parte de los niños que pude ver allí van a morir. Sus padres -que tienen un salario medio mensual de sólo dos dólares- ya habían vendido muchas de sus pertenencias para sufragar las medicinas antes de que llegara nuestro camión. Al norte de Basora, las niñas se venden junto a la carretera general que lleva a Bagdad. Los camioneros hablan de los "matrimonios provisionales" más fáciles de la historia. A eso se ha visto reducido el pueblo de Irak. Y Sadam permanece indemne. Pero ve con claridad la simpatía que la condición de su gente despierta en los corazones árabes. Sin embargo, seguimos afirmando que Sadam es impredecible. Es verdad, pero sólo hasta cierto punto. En los años ochenta, por ejemplo, tuvo que ver cómo se enfrentaba a él su propio responsable de investigaciones nucleares en Bagdad, el doctor Hossein Sharistani, que aseguró al dictador que los proyectos nucleares iraquíes eran contrarios a los compromisos que había adquirido el país en virtud del acuerdo de no proliferación nuclear. Sadam respondió a Sharistani -que me contó en persona el incidente el año pasado-: "Usted es un científico y yo soy un político. ¿Sabe lo que es la política, doctor Sharistani? Se lo voy a decir. Cuando me levanto por la mañana, pienso una cosa. Luego, en público, anuncio lo contrario. Después, por la tarde, hago otra cosa muy distinta, que me sorprende incluso a mí mismo".

Esta asombrosa psicología adquiere un carácter más dramático por el poder absoluto que posee Sadam. No se trata de un hombre que discuta con sus colegas en el Gabinete o que pondere la opinión de los demás. Lo que busca en sus ministros son valoraciones y datos, a partir de los cuales elabora su propia política. El poder que ejerce sobre los integrantes de su Gobierno es total. Corren numerosas historias de su participación personal en la ejecución de miembros de su entorno presuntamente corruptos o traidores. Sospecho que son ciertas, entre otras cosas porque un antiguo amigo de Sadam me contó hace poco un relato estremecedor sobre un ministro de su Gobierno.

En un viaje a Bagdad, me dijo este amigo, había conocido al ministro iraquí de Planificación, un hombre cosmopolita e intelectual con quien quiso mantenerse en contacto. Sin embargo, en una visita posterior a la capital iraquí no pudo encontrar al ministro. Todas las preguntas sobre su paradero recibían la misma respuesta: "Pregunte al presidente Husein". De modo que, cuando el amigo de Sadam llegó al palacio de Gobierno para ver al dirigente iraquí, le hizo la pregunta directamente a él. "Le pregunté a Sadam dónde estaba el ministro de Planificación", me contaba el antiguo amigo del dictador. "Sadam me preguntó qué me habían contado otros miembros de su Gabinete, y le repliqué que no me habían dicho nada. Entonces, Sadam se reclinó y me dijo: "Le hemos cortado el cuello". Me quedé asombrado y le pregunté la razón. Le dije: "¿Tenía usted pruebas contra él?" Y Sadam repuso: "No necesitamos pruebas. La sospecha basta. En nuestro país, no tenemos revoluciones blancas, sólo una roja".

Robert Fisk es corresponsal en Oriente Próximo del diario The Independent.

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