Celebración del tacto
Martín Chirino habla tocando el aire; describe las cosas y los sentimientos con el contorno de sus manos y convierte en dibujos geométricos muy sencillos los pensamientos más complejos. Padece aún, a pesar de los años, la ingenuidad poética con la que él mismo, el pintor Manolo Millares, el poeta Manuel Padorno y el músico Juan Hidalgo idearon en la azotea de una casa en la playa de las Canteras, en Las Palmas, el viaje peninsular que les ancló en la zona dubitativa del mundo de tierra firme; estos protagonistas de una diáspora insular que en los años cincuenta era exactamente una aventura hicieron como dice Beckett que les pasa a los isleños: nunca se van de veras de la isla, ni de ningún sitio.Cada uno de aquellos canarios siguió su destino lírico, y lamentablemente el del pintor Manolo Millares se truncó tan pronto. Y aunque fueron individuos encerrados en su propio mundo personal se asieron también a grupos y tendencias, aunque disfrutaron -y disfrutan- de su rabia individual, de su identidad fronteriza.
Así, por ejemplo, Martín Chirino no sólo ha ido afianzando en la soledad de formas y de hierro un pensamiento definido y táctil, casi aéreo, sino que acudió a la llamada colectiva, se agrupó en El Paso, cultivó como presidente los primeros largos años de la movida madrileña del Círculo de Bellas Artes, de Madrid y, finalmente, anclado otra vez en la inevitable definición isleña de Samuel Beckett, regresó a la isla para impulsar un proyecto que le ha dado a Canarias, desde Gran Canaria, modernidad y vanguardia: el Centro Atlántico de Arte Moderno. Esas andanzas colectivas no le han impedido, digo, seguir la línea individual de su pensamiento de escultor, y después de 22 años -los de la democracia, precisamente, para la que ha trabajado como ciudadano- regresó el martes pasado a una gran exposición de su obra, la que abrió ese día en la galería Marlborough, de Madrid.
Se dice que cuando uno entra en la sala donde hay una escultura sencilla y bella lo primero que hace la mano es tratar de seguir su forma, hacerse con ella y por último, claro, tocarla, celebrar con el tacto su presencia y dejar en los dedos el recuerdo de su forma: viendo las esculturas con las que Martín Chirino ha retratado el vuelo del tiempo, acaso la sonrisa del tiempo, uno entiende por qué mueve así las manos para expresar lo abstracto: está tocando esculturas, acaso sus propias esculturas.
En nuestra crónica anterior hablábamos de la mafia canaria (un error misterioso hizo caer de aquel artículo el texto dedicado a Chirino: ésta es una restitución ampliada) y de la sensibilidad insular que de pronto aborda desde distintos planos (la literatura, la música, las artes plásticas) el escenario madrileño; si algo simboliza a las islas es el paisaje, esa extraña forma que adquieren los archipiélagos, que surgieron en medio del océano su soledad y su destino, su asombro y su melancolía, y si algún medio artístico sintetiza la música de todos ellos, ésa es la escultura, que es la poesía de las artes visuales.
Cuando se entra en el espacio de una escultura de Martín Chirino uno está violando el aire que segrega esa forma, y se está apoderando con la vista y con el tacto de una geografía sutil, la insinuación de un universo que alguna vez fue concreto. El paisaje de una isla.
Durante décadas (y aún hoy: su billete no tiene regreso) Martín Chirino proclamó, dentro y fuera de las islas, su deseo de viaje y universo; el reciente periodo de su vida (y eso se refleja en sus nuevos símbolos, y en algunos de sus títulos) se ha debatido en medio de los desafíos a que obliga la teoría nacionalista. De ese debate sigue sobresaliendo su afán universal, su concepto de que la idea escultórica proviene más de un deseo abstracto, táctil, que de un propósito simbólico o emblemático, abanderado. A algunos de los que éramos jóvenes a principios de los setenta, en Canarias, Martín Chirino nos adoctrinó en la filosofía perenne del viaje, consciente también de que lo que dice Beckett es más verdad que nada: nunca se deja la isla.
En este recorrido por la celebración del tacto que es su exposición de Madrid está ese ser dubitativo y moderno (moderno por dubitativo) que habla como si estuviera dibujando el porvenir difuso de una idea y su contraria. Él ama a Constantin Brancusi: mirando sus esculturas de aire se ve el fantasma benévolo de un niño tocando esas formas como si fueran la arena de una playa a la que se regresa siempre. Como si Martín Chirino acariciara un dibujo de Constantin Brancusi.
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