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El puritanismo y el destino de Clinton

Cuando regresé de una reciente visita de seis semanas a EE UU, tuve literalmente la sensación de que escapaba de un ambiente de demencia colectiva. En aquellas semanas vi muchas veces mi cuota habitual de informativos de televisión y leí los editoriales y las cartas de los periódicos de Oregón y California con mucha más atención que nunca. En este artículo enumeraré los principales elementos de la actual crisis presidencial y, a continuación, ofreceré una interpretación de cómo algunos aspectos del puritanismo estadounidense desempeñan un papel en esa crisis.En primer lugar, los ingredientes principales: 1) El presidente traicionó la dignidad de su cargo, de la Casa Blanca, de su matrimonio y de la lealtad de varios colegas próximos al mantener una relación sexual ocasional con una becaria de la Casa Blanca. 2) Un fiscal especial, orgullosamente puritano, que en cuatro años de investigación había sido incapaz de encontrar pruebas de actividad delictiva "a nivel administrativo", volcó todos sus esfuerzos en la meticulosa exposición de la aventura sexual ante la opinión pública. 3) Para llevar a cabo esta misión divina, violó escandalosamente las tradiciones más honorables de la jurisprudencia anglosajona, valiéndose de acciones como grabaciones secretas e incitación al delito de testigos y la publicación del testimonio secreto del jurado de acusación. (En cambio, el testimonio del jurado de acusación de 1974 relativo al presidente Nixon sigue sin ser publicado, como debe ser). 4) Los que odian a Clinton emitieron en Internet acusaciones claramente infundadas de "asesinato" relacionadas con el suicidio de Vincent Foster, asesor y amigo del presidente durante mucho tiempo. Ésta y otras exageraciones disparatadas obligaron a los medios de comunicación legítimos a publicar todo atisbo de rumor no corroborado para impedir que Internet robase a la prensa escrita su ya amenazado mercado. 5) La opinión pública, como reflejan las constantes encuestas de opinión, combinaba una mala opinión sobre la conducta personal de Clinton con una buena opinión sobre su trabajo como presidente y una sensación de irritación ante el comportamiento aparentemente obsesivo de la prensa y de los portavoces del Partido Republicano en Washington. 6) La oficina del fiscal especial y los líderes republicanos llevan meses intentando proclamar que las mentiras bajo juramento relativas al comportamiento sexual privado equivalen a "graves delitos y faltas" en la conducta de Bill Clinton como jefe ejecutivo constitucional de EE UU.

Por supuesto, hay formas perfectamente coherentes de interpretar todo esto sólo como una política ligeramente anormal. Para los republicanos es una forma de paralizar a un presidente que ha intentado introducir la asistencia sanitaria a nivel nacional, que ha defendido los rasgos esenciales de la red de seguridad social, que ha equilibrado el presupuesto sin eliminar todas las ayudas a la educación pública y sin permitir escandalosas bajadas de impuestos a los estadounidenses más ricos y que sigue hablando y actuando a favor de ampliar las oportunidades profesionales para las mujeres y las minorías raciales. Es una forma de vengarse por la dimisión forzosa de Richard Nixon hace un cuarto de siglo. Es una forma de llamar la atención sobre la falta de coherencia de las feministas que abogaron por unas leyes estrictas contra el acoso sexual, que consideraron que Clarence Thomas no era digno de asumir el cargo de juez del Tribunal Supremo debido a sus groseras declaraciones a Anita Hill y que ahora defienden a un presidente que ha actuado como un machista adolescente.

Pero lo que más me ha fascinado de todo el revuelo del caso Lewinsky-Clinton y la posible destitución de éste es el papel de ese importante rasgo histórico estadounidense conocido como puritanismo. Permítanme señalar para empezar que el puritanismo tiene aspectos muy positivos, como la importancia que atribuye al trabajo intenso, la honestidad, la frugalidad, la alfabetización universal y la responsabilidad social. Lo que está unido al actual escándalo son los rasgos negativos: la asociación del sexo con el diablo, la idea de que la infidelidad es el más atroz de los pecados, la creencia de que las relaciones sexuales sólo están justificadas por la procreación de la raza humana y la "extremada severidad respecto a las cuestiones morales" (citando el Random House Dictionary of the English Language). Lo más extraordinario de lo que sólo puedo calificar de obsesiones obscenas, tanto del fiscal como de la mayoría de los presentadores de televisión, es la forma en que estos inquisidores repiten constantemente sus preguntas sobre contacto físico y definiciones de relaciones sexuales, sin importarles los demás comentarios relevantes que sus testigos o invitados intenten aportar.

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Las encuestas de opinión muestran claramente que los estadounidenses de hoy en día no son puritanos con respecto a la fidelidad o a la limitación de las relaciones sexuales a la reproducción. Tampoco equiparan las mentiras, ni siquiera el perjurio relacionado con un asunto sexual, con las mentiras sobre cuestiones políticas y militares importantes (como las pronunciadas por los presidentes Kennedy, Johnson, Nixon, Reagan, Bush y Clinton). La gente no es tan hipócrita como para exigir al presidente virtudes que ni ella misma, ni la mayor parte de la élite de EE UU, practica universalmente. De hecho, la Coalición Cristiana y la élite republicana han quedado consternadas ante la falta de interés de la mayoría de los estadounidenses por destruir a un presidente competente basándose en un perjurio relativo a un asunto sexual.

Pero los índices de audiencia televisivos, las llamadas a los programas de debate radiofónicos, las columnas de opinión y las secciones de cartas de los periódicos, la multiplicación de chistes tanto deliciosamente ingeniosos como escabrosos, muestran indudablemente que un elevado porcentaje de la opinión pública ha quedado fascinada, aunque critique a los medios de comunicación por dedicar demasiado espacio al escándalo. Tengo la impre-

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sión de que estos últimos hechos implican una especie de puritanismo residual incluso por parte de personas que se han liberado de los prejuicios puritanos o victorianos convencionales sobre lo que constituye un comportamiento sexual aceptable y "normal".

Los valores puritanos tanto positivos como negativos antes mencionados dominaron la vida espiritual estadounidense y el debate público durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Aunque la mayoría de los inmigrantes no anglosajones no compartían la cultura puritana, se adaptaron a ella, al menos externamente. Cierto grado de conformidad era el precio que pagaban de buena gana para ser aceptados en una sociedad que ofrecía unas oportunidades económicas, educativas y profesionales sin precedentes. El ascenso social, a través del matrimonio, del éxito en los negocios, del ingreso en clubes de campo y demás, tenía el precio de la adaptación social a las normas culturales de la élite histórica estadounidense. Solamente los negros, que nunca fueron invitados a participar en el ascenso social a través de los valores puritanos, han defendido a Clinton sin sentir la necesidad de hacer concesiones al puritanismo residual de la cultura blanca estadounidense.

Por consiguiente, la minoría reaccionaria que está decidida a destruir a Clinton puede sacar partido a su autoidentificación con los valores familiares tradicionales, con el mantenimiento de una apariencia virtuosa y con el menosprecio de la sexualidad no orientada a la reproducción. Los ciudadanos de a pie quizá reconozcan la falsa rectitud de los enemigos del presidente e indiquen su desaprobación ante la caza de brujas sexual, pero el prestigio residual de la cultura puritana les impide ridiculizar sencillamente todo el asunto tachándolo de tonterías de beatos.

Gabriel Jackson es historiador.

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