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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Amores entre cisnes y hombres

Surgen nuevos Lagos por Europa, algunos con estimable resultado artístico. Mats Ek hizo el suyo en Estocolmo, y en Londres Matthew Bournes puso una pica en Flandes al convertir de una vez al cisne en un apuesto muchacho, sueño chaicowskiano por excelencia y timoratamente sugerido en muchas versiones.A Chaicowski más de un coreógrafo lo ha sentado en el diván-potro de tortura del psicoanalista a través de la partitura de El lago de los cisnes (así obró Peter Schaufuss en su trilogía), y ya bastante tortura tuvo el compositor con su conciencia y sus líos (una reciente biografía apunta a un posible suicidio al divulgarse su homosexualidad). Y es que El Lago... se presta a eso y más, aunque el espectador medio no esté habituado a que el Cisne negro sea un morenazo que se da besos de tornillo (tan largos como las frases musicales de fondo) con un atormentado príncipe Sigfrido, esta vez un balletómano que se alimenta de ver vídeos del segundo acto del Lago.

Ballet de la Ópera Nacional del Rhin

"El lago de los cisnes". Coreografía: Bertrand d´ At asistido por Galina Sámsova; música: Chaicowski; escenografía y vestuario: Rudy Sabounghi. Orquesta Sinfónica de Mulhouse. Director: Cyril Diederich. Ópera de Estrasburgo. 28 de octubre.

Bertrand d´ At ha hecho un laborioso e inspirado trabajo, primero con la suite musical, y luego con la redacción coreográfica, trasladando con pericia esa profunda ansiedad desgraciada que respiran música y argumento. El montaje goza de un lujo controlado. La escenografía minimalista y el vestuario irónico del egipcio Rudy Sabounghi dan la pauta plástica a una producción de gran envergadura donde Bertrand d´ At se muestra como un trágico neomoderno, con enorme capacidad transgresora hasta llegar a un final de muerte que es precisamente el que preveía el compositor y que Petipa traicionó por mor del éxito cortesano.

D´At recupera sutilmente la danza rusa del tercer acto, y hasta da un toque de cultura y pastiche elitista al agregar en el cuarto acto (el mejor, el más propio) la entrada fokiniana de La muerte del cisne, guiño entre culto y mordaz. A partir de allí se eleva el tono erótico de los adagios y todo se apoya en unos bailarines solventes: Marc Pace como Sigfrido con su giro lírico, Michel Béjar como Rothbart con su seductor imán terrenal y Jacquine Le Huche como Odette, el cisne blanco, donde la bailarina, ensayada por Galina Samsova, incorpora un cisne muy de escuela rusa que resulta un íncubo de mujer tan irreal como desdichada.

La escena pasa de un gimnasio en el primer cuadro a una competición de bailes de salón en el tercero, pasando por la desnudez y los espejos del segundo y el cuarto acto, donde los cisnes clásicos se confunden con los hombres-cisnes y se alternan sin fricción fragmentos coréuticos de antigua academia con la nueva lectura. Al final hay muerte y soledad, desafío y precipicio con una solución dramática que se empareja a la redención romántica que relatan los temas musicales. D´ At siente la necesidad de volver sobre los clásicos no con desdén iconoclasta sino con visión de un futuro en ballet que está ya sobre las tablas. Bertrand no se frotaría jamás la entrepierna con un tutú sobre el escenario. Es evidente que para este coreógrafo de gran talento y sensibilidad el pasado es lección y no basura.

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