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Nenúfar de titanio y cristal

Es un lugar pintoresco, se le conoce por el Espacio de los Mundos, una taberna de Bilbao donde todos los meses cuelgan exposiciones fotográficas. Una iniciativa privada enriquecida con tertulias sobre el tema, que cumple las funciones de una sala estable. De manera sistemática, frente a la barra del bar, alumbradas por un cordón de focos halógenos, se enseñan facetas de una forma de expresión que, en su diversidad de géneros, se expande en el panorama cultural después de haberse asentado en el terreno del arte y la comunicación. Estos días se han reunido allí 12 fotógrafos que ofrecen su visión sobre un mismo tema. Han descargado sus miradas sobre el Guggenheim y con sus registros conmemoran el primer año de su inauguración. Son distintos criterios, no compiten, tampoco se complementan; cada uno por su lado abre la imaginación hacia nuevos sueños de formas y sensaciones. La espectacularidad del museo llama a la fotografía. Lo exótico de sus formas, los pliegues de su diseño y la distribución de sus losas garantizan la bondad de las tomas. Sus reflejos lumínicos son fuente de reiteradas lecturas y por ellos discurre un mundo multicolor que evoca dulces fantasías al alcance de quien se inspira en la luz para manifestar sus sensaciones. Toda una mole de titanio y cristal que surge entre caminos de sirga y gabarra. Con ánimo de convertirse en el nuevo símbolo de una ciudad, hasta ahora recordada por la iglesia y puente de San Antón o la ya trasnochada alegría sietecallera, en su ambiciosa aspiración no puede evitar ser presa de la codicia del visor de una cámara oscura. Puntos de partida tan sugerentes explican la iniciativa colectiva y el impacto del resultado de un trabajo desembocado en una colección de 18 fotografías y un pequeño montaje-instalación realizado por el único extranjero del grupo, el italiano Fausto Grossi (Arce, 1954). Pedro Zarrabeitia (Bilbao, 1939), en su ya larga carrera, deja patente en sus pruebas el control sobre la luz y con rasgos de maestro realza los destellos policromos de las paredes del museo. La chica del equipo, Erika Barahona (Bilbao, 1961), recoge en blanco y negro al visitante absorto con la grandiosidad del esfuerzo arquitectónico, y Jon Bernárdez (Getxo, 1962) ha encontrado la boina vasca que se dirige hacia el recinto de cultura. Josu P. Viñaspres (Bilbao, 1953), en una simbiosis de laboratorio, superpone a las formas del edificio de Frank O. Gehry las de un desnudo de mujer y Alberto Ubierna (Bilbao, 1955) lo envuelve en una atmósfera candorosa subrayada por estelas lumínicas de origen automovilístico. Rafa Salaverri (Bilbao, 1952) encuadra el monumento entre las piernas de una modelo, Aitor Ortiz (Bilbao, 1971) nos lleva a los momentos de su construcción y Agustín Sagasti (Redal, Rioja, 1956) ensalza la figura y la multiplica por cinco en el reflejo de una vitrina. En una vertiente más arriesgada, Juan Armentia (Bilbao, 1959), Txetxu Berruezo (Sestao, 1956) y Julián Redondo (Bilbao, 1956) han preparado para la ocasión una visión que, sin olvidar su origen fotoquímico, tiende hacia la abstracción pictórica. Parte de la muestra fotográfica se recoge en un pequeño catálogo cuyas tapas en relieve emulan los muros que cubren el Museo Guggenheim. Se titula Nenúfar, un símil botánico para un recinto de belleza crecido sobre la Ría. Un nombre cargado de intención que a través de sus connotaciones mitológicas nos saca del contexto urbano y nos lleva a un universo bucólico. Un lugar donde la lírica de los susurros puede hacer olvidar la bronca realidad cotidiana. Una forma metafórica que cada uno de los autores ha intentado plasmar en sus imágenes. Con un déficit total de vistas interiores, lacra de las excesivas trabas impuestas por los responsables del museo, el resultado es un muy generoso homenaje a lo que se ha convertido en un enorme establecimiento de cultura.

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