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Reportaje:PLAZA MENOR: VIRGEN DEL PUERTO

La ermita sumergida

La ermita de la Virgen del Puerto, uno de los edificios más cabales y hermosos del peculiar barroco madrileño, pequeña gran obra del castizo Pedro Ribera, se oculta junto a los márgenes del Manzanares. Desde el paseo del mismo nombre, su cúpula emerge brevemente y pasa desapercibida para los automovilistas, que no reparan más que en su tráfico, e incluso para los escasos peatones que hacen camino entre la puerta de San Vicente y el puente de Toledo. Una escalinata salva el desnivel entre el paseo y la discreta ermita, cuya fachada se encuentra emparedada por el talud; la iglesia figura en todas las guías urbanas como sugerencia complementaria, alejada de los principales itinerarios turísticos que culminan en el palacio de Oriente, cuyos contrafuertes se entrevén desde la ermita a través del noble arbolado del Campo del Moro. La verja oeste de los reales jardines flanquea la acera más alta del paseo de la Virgen del Puerto; estamos en lo que los cronistas llamaron el soto parque de Palacio donde convergían los campos "del Moro" y de la "Tela". Esta "tela" no tiene nada que ver con los textiles ni con el dinero en jerga castiza; en el diccionario de María Moliner, y como segunda acepción de la palabra, "tela" se define como "valla que se construía en los torneos para que los caballos que habían de encontrarse corriesen cada uno por su lado de ella a fin de que no se chocasen". Por extensión, tela sería también la palestra, el recinto de los torneos.

La singular ermita que nos ocupa se construyó sobre el "campo de la tela de justar", frecuentado por los caballeros moros y cristianos para dirimir sus querellas y asentar sus primacías rompiendo lanzas o cañas, según pintaran espadas o copas en la guerra y la política. Campo de riñas ennoblecidas y de juegos caballerescos que con el correr de los siglos y hasta bien entrado éste sería utilizado para juegos más pacíficos, pues en su explanada gustaban reunirse los asturianos y los gallegos afincados en la capital para celebrar sus romerías y desempolvar sus bailes regionales.

Hoy, en el entorno de la iglesia siguen los juegos caballerescos a los dos lados de la tela de malla que divide los campos de tenis del Instituto Municipal de Deportes, donde se entrena la futura armada del Manzanares, caballeros sin lanza pero con raqueta que pelotean infatigablemente en busca de la gloria deportiva tras las alambradas.

Antes de que se construyeran las instalaciones deportivas, el antiguo campo de la Tela fue utilizado, entre otras cosas, como circuito de exámenes para camioneros, y la trepidación de sus grandes máquinas puso amenazante sordina en el entorno de la gentil ermita que el genial Ribera concibió con la mente puesta en los cortesanos templetes del parque del Retiro.

La pintoresca ermita es un hito que marca la transición de los Austrias a los Borbones. Erigida en 1718, reinando ya Felipe V, su edificio es austriaco en el porte exterior y borbónico en su disposición interna, un prodigio de equilibrio político y arquitectónico en el que destaca la elegante cúpula ochavada enmarcada por dos torres coronadas por los clásicos chapiteles del barroco madrileño. Ladrillo, sillería y pizarra para las cubiertas en un delicado equilibrio entre la humildad y la majestad, con el toque fantástico y austro-húngaro del barroco local. Sabedor de los gustos de la nueva dinastía en el trono, Ribera -escriben García Gutiérrez y Martínez Carbajo en Iglesias de Madrid- "dispuso en su interior un ordenamiento más borbónico..., un ordenamiento centralizado, con sección longitudinal dentro de una planta octogonal". Geometría centralizadora y racional frente a la dispersión y el exceso de los últimos Austrias.

La ermita y sus alrededores fueron un regalo que hizo al pueblo de Madrid, y se hizo a sí mismo a título póstumo, el señor marqués de Vadillo, que dispuso su enterramiento en la capilla. Don Francisco Antonio de Salcedo, marqués de Vadillo, corregidor de Madrid y consejero de Indias, urbanizó las riberas del Manzanares durante su etapa en la presidencia del Ayuntamiento, y culminó sus trabajos mandando construir un templo a la patrona de su villa natal de Plasencia en la provincia de Cáceres.

El marqués de Vadillo, mentor de otras importantes obras arquitéctonicas madrileñas como el Cuartel de Conde Duque y el puente de Toledo, dotó a su fundación de dos capellanes fijos para que siempre hubiera un confesor de guardia en estos andurriales del turbio Manzanares, tan propios para los duelos y las riñas. Para asegurarse de que sus instrucciones fueran seguidas, el piadoso corregidor, dictó pena de suspensión de sueldo para la primera ausencia y el despido sin indemnización para la segunda falta. En las dependencias anejas a la iglesia, el señor marqués instituyó también una escuela para los niños pobres del barrio, casi todos hijos de las lavanderas que llevaban tela a lavar en el desmedrado caudal del río.

En su obra Las calles de Madrid, el indispensable Répide reclamaba la atención de los madrileños sobre este singularísimo rincón de la capital y daba cuenta del interés que suscitaba entre pintores paisajistas y costumbristas, nativos o foráneos. La ermita, cien veces asaltada, mutilada o mal rehabilitada sigue conservando su pintoresquismo como un compendio de lujo del otrora vituperado e incomprendido "barroco madrileño" objeto de las inexplicables iras de eruditos, cronistas y arquitectos durante el siglo XIX que hacían mofa y escarnio del "churrigueresco".

Desapareció, eso sí, gran parte del arbolado de la zona y hoy sólo quedan algunos ejemplares de discreto porte que montan guardia entre los cuidados setos que convierten la ermita en una isla de espejismo, una ensoñación junto a las prosaicas pistas de deporte, en lo que Répide recuerda como "un concurrido paseo dominguero, frecuentado por criadas y soldados y elegido como escenario de su danza prima por los asturianos que en Madrid vivían desempeñando humildes oficios, y que conservaban todavía su típico indumento regional".

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