Es imposible querer a Marquina
Marquina, el jefe nacional del SEU en Los años bárbaros, es a la vez la encarnación del fascismo y su guiñol. Marquina no tiene más que un solo principio: conservar el poder y ejercerlo, afirmarlo atemorizando a los que le rodean, especialmente cuando le han puesto o teme que le puedan poner en ridículo. Franco, su excelencia, es la fuente de ese poder, y resulta una intuición brillante, quizá no premeditada, presentarle sólo como un vacío, una abstracción a la que un Marquina en plano subjetivo suplica una sentencia ejemplar contra los estudiantes que le alborotan su universidad.Como en todas las películas de Fernando Colomo, el drama se presenta mezclado con la co-media, y ésa es una de las razones de que la película no sea el relato de unos hechos históricos, sino una historia construida a partir de los hechos: la fuga de Cuelgamuros, lo que des-pués sería el Valle de los Caídos, de dos estudiantes miembros de la FUE, Nicolás Sánchez Albornoz y Manuel Lamana, condenados en 1948 a varios años de prisión por una pintada en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Cuando predomina la comedia es probablemente cuando se siente más a gusto Juan Echanove en su papel de Marquina, interpretando a ese pardillo chulesco que quiere creerse encarnación de las virtudes del macho español, y que sólo logra traslucir su inseguridad, su incultura, su vulnerabilidad. Pero la falsa proximidad que nos da su imagen de guiñol no permite olvidar que Marquina, consciente quizá de su incapacidad para inspirar afecto, ha optado exclusivamente por hacerse temer mediante la fuerza. En ese sentido, los dos momentos decisivos del personaje son la imposición al tribunal de una condena ejemplar contra los dos jóvenes y la brutal acometida contra los estudiantes de la Central de Barcelona cuando éstos le reciben con muestras de rechazo.
Marquina sabe que no puede convencer, que el medio universitario, por razones que quizá se le escapan, rechaza todo lo que él representa. Y, maquiavélico sin saberlo, ha decidido mantener su poder exclusivamente sobre el temor. El problema es que, sin embargo, también desearía ser querido, y, cuando su torpe aproximación a las dos jóvenes norteamericanas encuentra el rechazo, aprovecha la primera ocasión para hacerse sentir imprescindible, para tratar de que su única estrategia, la exhibición del poder, le consiga su afecto: sólo al final será consciente de su fracaso.
El fascismo, en su realidad o su caricatura, difícilmente admite matices. En otras circunstancias, en cambio, éstos serían posibles. (El protagonista de En brazos de la mujer madura, que sólo era fascista de uniforme y por razones de oportunidad, lo resumía con duras palabras al reclamar ante su padrino político la libertad del marido de su amante: hasta en la vileza debe haber un límite). Una persona real, a diferencia del guiñol, sabe que no se puede a la vez des-pertar confianza en los demás y causarles temor. Lo que no entiende la mentalidad fascista, lo que Marquina no llega a comprender, es que el temor es contagioso, que la violencia afecta también a quienes no la sufren directamente.
Marquina utiliza su poder brutal contra sus enemigos, pero cree ilusoriamente que ese poder puede causar admiración en los demás. Que los espectadores de su violencia pueden valorarle como un ser querible, como un ser en el que es posible confiar. Al descubrir finalmente que esa ilusión no tenía base alguna, que las turistas americanas no han sido en ningún momento sus amigas ni le han agradecido sus viriles y autoritarios desvelos, probablemente se siente engañado: no es probable que pueda admitir que había algo radicalmente erróneo en su aproximación. Quizá esos recursos le habían dado buen resultado en otro entorno, en su Castilla de origen, ya tan lejana y que se le quedó pequeña desde que se convirtió en jefe nacional.
En la jerga de los politólogos, el problema de Marquina es que su arsenal de estrategias viene de un momento y un contexto dados, le marca y le impide adaptarse a una nueva situación. No entiende que ha cambiado su público, que los estudiantes de Madrid o de Barcelona, como las turistas, no pueden admitir su exhibición de violencia, de revanchismo, de carencia de escrúpulos, esos modales que le permitieron hacer carrera política, ser alguien importante, obtener un reconocimiento que cree merecer. No puede admitir ni comprender que haya quienes se lo nieguen, quienes no reconozcan todos sus esfuerzos por lograr que España vaya bien. Y lo peor es que Marquina, aunque comparativamente joven, ya es muy mayor para cambiar.
Aunque se desprendiera de Máximo, y de ese entorno de colaboradores que parecen sacados de las páginas de Fauna ibérica, aunque se rodeara de gentes redondeadas y suaves, ya no podría inspirar confianza. Marquina ha llegado al poder en un contexto de violencia y crispación, de enfrentamiento civil, y sólo atizándolo se siente a gusto, en condiciones de perpetuarse. Si pudiera imaginarse unas elecciones democráticas en un clima de convivencia, nunca se haría ilusiones de que ése es su terreno. Porque Marquina, a fin de cuentas, siente una profunda desconfianza: sabe que es imposible que le quieran.
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