Razón o 'Volkgeist': un dilema ético
Bajo la pugna de los nacionalismos esencialistas catalán, vasco y gallego por desbordar el marco de la Constitución y conseguir para los territorios que ellos han seleccionado apriorísticamente como sus "naciones" la soberanía política desligándose cultural, orgánica, administrativa y afectivamente, tal como establece el Documento de trabajo anejo a la Declaración de Barcelona, de la común Nación española, subyace un problema ético-político de calado considerable que se hurta al debate y a la percepción ciudadana, en parte por la carencia de los instrumentos doctrinales requeridos, en parte por el sometimiento indolentemente pragmático a la coyuntura inmediata, y en parte por una cierta confusión entre centrismo moderado y encogimiento doctrinal frente a enemigos física o dialécticamente violentos.Y la verdad es que lo que está en juego en este inquietante fin de siglo español es la prevalencia en nuestro país de uno entre los dos conceptos de nación que se disputan la adhesión emocional e intelectual de los ciudadanos, la nación entendida como orden racional superior que legitima su poder organizado en un Estado por su capacidad de garantizar el orden y la paz civil, por la toma de decisiones mediante la regla de la mayoría, por la defensa de los derechos y libertades fundamentales de los individuos y por la redistribución solidaria y equitativa de la riqueza, la que podemos denominar nación constitucional, la idea de nación ilustrada y moderna que inspira el gran pacto del 78, y la nación imaginada como la encarnación natural de determinadas esencias primordiales, raza, lengua, espíritu del pueblo, una comunidad étnico-mística inmune al tiempo, previa a la razón, anclada en el instinto, que proporciona a los individuos de manera inescapable su identidad y su forma de interpretar el mundo, la visión regresiva y excluyente de la nación que no ceja en su empeño por dinamitar el valiosísimo acuerdo de convivencia alcanzado hace veinte años.
La renuncia a la concepción nacional democrática, racional y de vocación ética de validez universal, tal como contumazmente pretende la resucitada Triple Alianza, para arrojarnos a una yuxtaposición de tribus de resultado incierto y sin duda peor que lo que ahora tenemos, representa un retroceso histórico y el desperdicio de dos atormentados siglos de esfuerzos intentando construir un Estado-Nación español liberal, democrático, moderno, desarrollado y socialmente justo. Ningún ciudadano sensato y decente, que son la inmensa mayoría, de derecha, de izquierda, de centro, y, sobre todo, de centro reformista, se exprese en la lengua que se exprese o sea cual sea su Rh, optará por la exploración de los rigores de una jungla institucional y política donde los atavismos dicten las normas si se le ofrece habitar en un cómodo bloque constitucional producto de 2.500 años de sabiduría en el que las reglas las fije la mayoría respetando a las minorías de acuerdo con pautas de racionalidad. Se trata simplemente de explicárselo de forma clara, atractiva, oportuna y convincente.
De acuerdo con lo que se nos ha comunicado en Barcelona, y se seguirá condimentando en Bilbao y Santiago este otoño, la llamada "oferta de diálogo a España" consiste en una modificación efectiva, aunque quizá inicialmente no jurídica, de fronteras: cuatro naciones soberanas, autodeterminadas, iguales en categoría y en reconocimiento externo, sujetos colectivos de derechos previos y, por consiguiente, superiores, a la Constitución. Este planteamiento olvida que la legitimidad de los Estados-Nación democráticos puede partir perfectamente, y a menudo ventajosamente, de realidades políticas históricamente constituidas. En ningún caso el hipotético contrato social superador del estado de naturaleza está obligado a trazar nuevas fronteras, sino que suele, por obvias razones de economía de esfuerzo y de aprovechamiento de lazos de afecto, identificación y cooperación preexistentes, respetar los límites estatales consagrados por los siglos. Lo determinante son los principios éticos del orden liberal, democrático y solidario y no su ámbito territorial o étnico-lingüístico de aplicación, que puede sin la menor contravención política o moralmente relevante considerarse un dato recibido. Así, en nuestro caso, cuando tras el franquismo se renueva el pacto ciudadano en la Constitución de 1978, no se funda ex novo la Nación española, cuya insoslayable mole histórica y cuya extensión geográfica se toman acertadamente como base material y espiritual del proceso de legitimación del naciente sistema jurídico-político, ni mucho menos se alumbran nuevas naciones.
Apoyar la legitimidad del sistema en la nación étnica implica, por el contrario, mover las fronteras estatales en función de hechos diferenciales de carácter cultural o de forzadas reivindicaciones históricas. Derechos fundamentales de los individuos, libertades civiles y políticas, valores democráticos, ayuda mutua, son en este esquema elementos legitimadores subordinados a la raza, a la lengua o a historias inventadas, que, según los conspicuos integrantes del neonato frente nacionalista, suministran las esencias auténticamente definidoras de la colectividad necesitada de soberanía propia.
Es urgente trasladar a la conciencia de los españoles que la diferencia clave entre la fuente legitimadora de las tres naciones que Xosé Manuel Beiras, Xabier Arzalluz y Jordi Pujol pretenden erigir al margen y en contra del Estado-Nación configurado por el pacto ciudadano de 1978, y la que proporciona a éste su base justificadora, es la apabullante superioridad ética de la segunda. La raza, la lengua, el impreciso y semimágico Volkgeist, son moralmente irrelevantes y no dotan a los seres humanos de excelencia y de dignidad como tales. La libertad, la democracia, el interés altruista por la suerte de nuestros compatriotas, la justicia, la equidad, son apelaciones enaltecedoras que hacen de la vida en colectividad un medio de mejorar y engrandecer nuestra condición humana y un objetivo merecedor de ser organizado y consolidado. ¿Qué importan la lengua, el grupo sanguíneo o la fascinación onírica de mitos remotos si juntos podemos darnos mutuamente una oportunidad de ser libres, civilizados, corteses, responsables, justos y, en definitiva, buenos ciudadanos?
El concepto tribal de nación descansa sobre dos saltos lógicos inasumibles por una mente correctamente conformada. El primero estriba en asignar a lo natural una capacidad legitimadora superior a lo racional. El segundo en atribuir a las naciones -suponiendo que se sepa lo que son- la propiedad de ser hechos naturales. En lo que se refiere al primero, su introducción en contextos sociales desarrollados en los que lo racional consiste expresamente en el establecimiento y preservación de un orden civil democrático, representa la ruptura con los fundamentos éticos de la convivencia y la aceptación de un principio irracional de legitimación extraño al sistema axiológico dominante y provocador, con toda probabilidad, de inestabilidad política y, eventualmente, de enfrentamientos cruentos entre grupos sociales que hasta este momento convivian pacíficamente. En lo que toca al segundo, ¿cómo se explica que numerosos integrantes, a veces la mayoría, de las colectividades supuestamente "nacionales" no acepten tal condición "natural" hasta el punto de que cuando los gobiernos nacionalistas se las imponen coactivamente se rebelan vigorosamente? Además, si las naciones son tan naturales como las piedras y las flores, ¿por qué un mismo pueblo en distintos momentos de su devenir histórico modifica drásticamente sus sentimientos de pertenencia nacional? ¿Es natural cambiar de apellido y pasar de llamarse "Rodríguez" a "Rodri" para ser más catalán, como hizo cierto diputado de un partido nacionalista?
En último término, tal como escribiera Cambó en Per la concòrdia, "Jo no puc creure que a Espanya la inconsciència pugui ésser general i pugui ésser eterna". Muchos tampoco lo creemos, y por eso conservamos intacta la esperanza, esperanza que procuramos que sea activa y controladamente arriesgada, como supongo que este artículo habrá demostrado.
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