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46º FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN

Bertolucci recupera en 'Besieged' la plenitud del estilo y la elegancia de sus mejores filmes

Concursó la película irlandesa "Sweety Barret", un tierno y demasiado previsible relato "negro"

Bernardo Bertolucci, gran cineasta europeo de los años sesenta y setenta, director de memorables filmes, extravió algunas de las esencias de su refinado estilo en su largo enrolamiento en el hueco que la producción hollywoodense destina al cine de prestigio, con barniz intelectual. Hace dos años, el cineasta italiano inició su vuelta a los bellos orígenes con Belleza robada, pero el artificioso guión le impidió llegar al fondo del giro. Pero ahora, con Besieged, pequeña obra maestra, lo alcanza. Y concursó el filme irlandés Sweety Barret, tierno thriller rural, cuyo desenlace se prevé demasiado pronto.

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Acompañaron, desde Antes de la revolución, en los años sesenta, al joven cineasta italiano Bernardo Bertolucci muchísmos de jóvenes entusiasmados, procedentes en su mayoría de los movimientos de renovación de la izquierda europea, que cayeron atrapados en las redes de La estrategia de la araña y siguieron paso a paso, con devoción, las huellas de sus pasos en la forja de uno de los estilos cinematográficos más nobles y refinados de la historia del cine moderno, pero en el que poco a poco se fueron enredando hojarascas derivadas del estallido del Mayo de 1968 y de la posterior dispersión, el desolador sálvese quien pueda, en que acabó.El inicio de un giro (considerados por muchos, entre ellos este cronista, de tipo involutivo) en la obra de Bertolucci se produjo paradójicamente en el punto de su mayor reconocimiento universal, tras el enorme éxito de El último tango en París, cuya magnitud alcanzó proporciones mareantes, astronómicas, difíciles de digerir. Tan vasto triunfo comercial, abrió a Bertolucci de par en par las puertas de Hollywood.

Estos enrolamientos pagan fatalmente peaje y Bertolucci no fue una excepción. Aportó a la producción multinacional barníz de prestigio y, de Novecento a El pequeño Buda, buen gusto y agilidad imaginativa, pero a costa del progresivo abandono de las latitudes íntimas de su mundo, lo que probablemente hizo derivar a un callejón sin salida la esplendorosa zona de arranque del itinerario profesional de este superdotado hombre de imagen

Que Bertolucci buscaba escapar de ese callejón sin salida se hizo perceptible en Belleza robada, hace un par de años. La estructura del filme lo presagiaba, y el mundo que quería expresar, tambien; pero el artificio de la escritura que tejía las imágenes del filme dificultó el impulso del cineasta y aplazó su reconquista de lo mejor de sí mismo hasta la elaboración de esta bellísima Besieged, que ayer presentó en el festival donostiarra, convertido así en marco de un gran suceso, pues anuncia a Europa la plena recuperación para su cine de uno de sus cineastas indispensables.

Bertolucci, apoyado en un experto guión de Clare Peploe, cuya armazón está trazada con pura geometría musical, como si fuera una partitura, construye una historia de amor conmovedora, que hay que situar entre lo mejor conseguido en clave lírica por el cine reciente. Hay dentro de las tripas de esta película-poema un clamoroso despliegue de noble oficio, de sentido y de tacto para abrir con la cámara espacios de libertad en que los intérpretes viertan desde dentro de sí mismos talento y esfuerzo creativo íntimo, propio, como el que anuncia la breve escena en la Thandie Newton, una mujer hermosísima, sube por primera vez, seguida por la cámara, a la habitación de David Thewlis, en un trazado curvo sutil, perfecto, insuperable, que abre la pantalla a su invasión cordial por el espectador, absorbido por ella.

Desprende la imagen el placer que hubo al elaborarla, el acuerdo de los intérpretes con sus ambitos y situaciones, que les permiten crear sus personajes moviéndose como si nadaran en unos, tan vivos y tan elocuentes, silencios que en realidad no lo son, porque son sonido no hablado, no dicho, sino expulsado calladamente a través de la piel o por la mirada o el ademán de los dos oficiantes de esta ceremonia sencilla, pero elaboradísima, del viejo y siempre inédito juego o tanteo del encuentro entre un hombre y una mujer, que no se cuentan su amor para que los oigamos decirlo, sino que lo expulsan en sus actos, él súbitamente y luego, como ella, con gradualidad, pues Bertolucci despliega a través de la actríz una mágica estrategia del arte de la dilación y del aplazamiento, para conducirnos, pero manteniendonos el alma en vilo, a uno de los pocos finales abiertos (ahora abundan en los territorios gregarios de la modernez) que tiene solidez de the end clásico cerrado sobre sí mismo, uno de los broches más necesarios que este cronista recuerda.

Basta un día como ayer para que la San Sebastián cinematográfica de este septiembre, entre sin más en la memoria del cine.

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