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El ruido y la beatitud

JUSTO NAVARRO El ruido es terrible y la civilización es ruidosa: coches, máquinas, músicas forzosas desde 100 altavoces cruzados. Lo peor del ruido es que es informe, confuso, aperiódico: llega cuando menos lo esperas y no sabes bajo qué aspecto, como un Alien mutante. Así que los vecinos más espantados de El Puerto de Santa María han fundado una Plataforma Antirruidos: los súbditos medievales apelaban al Rey para que defendiera sus villas del asalto de duques y bandoleros (o simplemente duques bandoleros); los ciudadanos de El Puerto suplican al Rey que los libre del Ruido, dragón pavoroso de innumerables cabezas. Hay quien escribe al Rey y hay maniáticos que se emparedan a sí mismo, como Marcel Proust, el escritor de la habitación forrada de corcho, o esa gente que, huyendo de los sonidos del mundo, se encasqueta unos auriculares con música de Extremoduro a todo volumen, pues un clavo saca a otro clavo. El ruido nos acorrala, incluso llega a convertirnos en fieras tan peligrosas como el ruido. Recuerdo una fiera al final del pasillo, detrás de una puerta cerrada: es mi padre, hombre usualmente pacífico, que duerme la siesta en el pacífico verano. ¡Ay de quien se atreva a despertarlo! Y ahora veo un colegio: adelantan por sorpresa la salida de clase, y los alumnos gritan de alegría, los portazos son explosiones, las carpetas chocan contra la pared. Un cura oscuro (tenía un color de lenteja), usualmente pacífico como mi padre, irrumpe para pegarle una paliza furibunda a un niño que se iba a su casa en silencio. No nombraré al cura. El niño se llamaba como yo. Quizá aquel niño hacía ruido y no se daba cuenta. Sin darnos cuenta, imponemos nuestro ruido a los demás, que se revuelven y nos responden con su ruido. El ruido molesto ignora que es molesto o ignora el principio de que incluso nosotros, tan perfectos siempre, podemos molestar. Yo voy con mi moto o con mi música atronadoras, y te estoy diciendo que tus oídos, todo tu cuerpo y toda tu alma me importan una mierda: posiblemente sea una manera de quejarme de que yo tampoco le importo a nadie. Pero quizá piense que mi ruido es purificador y agradable, y te lo regalo como si fuera la banda sonora obligatoria de los supermercados y los autobuses. Es septiembre, mes turístico aquí, en la playa, y he pasado la noche oyendo pasos y voces de enamorados y bebedores, peleas encantadoras bajo el balcón, en cinco idiomas, hasta la última despedida, entre las tres y las cuatro de la mañana. Me duermo, gracias a Dios, estoy soñando: oigo una salmodia de mi infancia, Santa María, Madre de Dios, avemarías encadenadas por una melodía elemental, repetitiva, gozosamente implorante, y una voz de párroco con megáfono, rezando el rosario. ¿Es un sueño? Es un Rosario de la Aurora real, que viene a despertar mi sábado de septiembre, a las siete y media de la mañana. ¿Es ruido este rosario? Es fe, es devoción, es tradición, y quien está durmiendo a las siete de la mañana no sabe lo que se pierde: el amanecer, la verdadera vida, el orden. Hay ruidos buenos que nos deben ser regalados: un Rosario de la Aurora, una canción de Fear Factory, el sonido de una moto japonesa con el escape libre, una voz retumbante que contagie salud y energía, el canto del gallo.

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