La sombra del plomo
Nunca ha dejado de estar sobre nosotros la sombra del plomo, la sudorosa evidencia del miedo. Ahora hay una tregua. El primer impulso es el respiro, y en medio del escepticismo y la rabia retrospectiva -¿para qué tanta muerte, para qué tanto plomo?- también se alza la esperanza de tener por fin un punto de partida, la paz para empezar a hablar de otra manera.Lo que ha hecho con nosotros el plomo es robarnos primero la felicidad y enseguida las palabras: esa amenaza cierta que hubo, y no sólo sobre los habitantes de Euskadi, convirtió en reos de pena de muerte a ciudadanos sin culpa ni sospecha, y han muerto en ese camino tortuoso y terrible que ha descrito la sombra del plomo cientos de ciudadanos que a su vez dejaron familias, compañeros, amigos, gente cuyo estupor no puede ser silenciado de pronto: la memoria vive en esa ciénaga, y pasarán muchos años hasta que se atenúe la consecuencia del terror. Éste es alargado, brutal, y resuena siempre como un disparo que no se apaga.
Todo ello ha tenido un efecto terrible sobre la conversación española, que no ha hecho sino sufrir sobresaltos desde que el fascismo propuso su propia manera de sombra sobre la vida. Ese largo periodo gris de nuestra historia llega hasta ahora, con sus secuelas quizá más diluidas por el tiempo, pero da rabia pensar, retrospectivamente, que jamás este país, en lo que pueden recordar las generaciones vivas, tuvo paz para pensar, tranquilidad para hablar, sitio para crear, lugar para tener ideas sin que por ello hubiera detrás un confidente, un carcelero, un verdugo, una pistola cuyo plomo estuviera dispuesto a silenciar la posición del contrario. La sombra del plomo.
Lo que ha construido en este tiempo el plomo es miedo, y la esperanza que ahora se abre también se abre en medio del miedo, pues se sabe que está quieto el dedo pero está intacto el gatillo. Matar es, sobre todo, la máxima falta de respeto; en medio de esa sucesión temible que lleva hasta la sentencia final hay otras formas de falta de respeto, y la principal ha sido la que ha llevado a muchos políticos o intelectuales a contribuir con su silencio o con su complicidad -venga de donde venga, como se decía antes- a la fabricación de dos unidades, los buenos y los malos, que han alimentado una evidencia que alguien citó aquí el otro día hablando de Irlanda: sitio pequeño, odio enorme.
Seguramente ahora es un tiempo de esperanza. Euskadi es un país moderno y abierto, que tiene en su historia a grandes pensadores y a grandes poetas buscando también verdades grandes cuya sombra puede sustituir ahora a la sombra del plomo; la amenaza que en este momento parece diluirse entre tal esperanza y el inevitable escepticismo, pues la paz sigue siendo vigilada por quien la viola, puede dar paso, y no sólo para un instante, a un periodo magnífico en el que toda esa potencialidad de la palabra libre empiece a construir una conversación distinta, un mundo nuevo. Un poeta canario, José Luis Pernas, dijo una vez que había que buscarse una esperanza para seguir viviendo: si ahora ésta que se ofrece de pronto en Euskadi, y aunque llegue entre las dudas razonables o irracionales que nos depara la vida, se aprovecha al máximo y la toman en sus manos los constructores de palabras para hallarle una salida al largo túnel del tiempo perdido, probablemente se hará verdad eso que uno oye siempre que llega al País Vasco: un gran país, y lo sería más grande si no hubiera tanto odio.
Se puede describir el odio. Está en las miradas y está en el aire, y a veces se está tan cansado del odio que éste se diluye en el aire y ya parece que no existe, pero sorpresivamente arranca otra vez con una fuerza inusitada, como si estuviera esperando, detrás de una puerta con una pistola. Ahora hay un momento de odio detenido: no es una sorpresa, hay gente que lo avisó, habrá una tregua, en algún momento, y cuando ésta se ha producido su sombra ha llenado todo el país. A veces se dice: no es bueno hablar tanto de ETA, el silencio es mejor. Es una idiotez, y una utopía. Lo que ha hecho el terrorismo en este país ha sido demasiado espectacular, y demasiado inolvidable, como para que se cubra con un desván. Éste es un momento para la audacia, dijo alguien ayer, en medio del fragor de las opiniones que se dicen de pronto, pero decía la verdad: ¿y cuál ha de ser la audacia?
En este mundo, se dice, lo moderno es entenderse, y a veces la dosis de olvido que hay que aplicar a dolores antiguos exige una generosidad enorme, una audacia insólita. Habrá un día en que de las paredes de Euskadi se borren las dianas y las amenazas, un momento en que desaparezcan de los pasquines del miedo los nombres de los profesores y de los poetas que osaron decir lo contrario de lo que mandaba el plomo, y habrá un momento en que florezcan sin otra sombra que la de los cielos todos los colores del verde, olvidado el plomo, olvidado el plomo.
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