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Rusia, país "potemkin"

Durante el reinado de Catalina la Grande (1729-1796), su favorito, el príncipe Potemkin, tuvo la brillante idea de construir fachadas palaciegas portátiles a fin de colocarlas al paso de la emperatriz en sus giras por las miserables aldeas de Rusia. Una vez cumplido el trayecto imperial, las fachadas eran trasladadas a la siguiente aldea prevista para una visita de la reina. Potemkin era bien compensado por su manera extraordinaria de disfrazar la realidad rusa.Hoy, todas las fachadas Potemkin de la Rusia poscomunista se han venido abajo, revelan la realidad de un espejismo cuidadosamente fabricado para proyectar la ilusión de una Rusia, finalmente, democrática gracias al capitalismo, y capitalista gracias a la democracia.

La realidad detrás de la fachada era muy distinta. En Rusia, quince millones de seres humanos padecen hambre. Las tres cuartas partes de la población apenas consiguen sobrevivir. La malnutrición escolar se ha vuelto endémica. Regresan epidemias que se consideraban erradicadas. Desaparecen los servicios sociales que, así fuese mínimamente, proporcionaba el "antiguo régimen" comunista. Los profesionistas se ven obligados a cultivar sus propios jardines para sobrevivir: es el triunfo irónico de Voltaire en un país que lo consagró como modelo del espíritu moderno en el siglo XVIII, el siglo de Cataluña y Potemkin.

La mitad de las transacciones que se efectúan en Rusia son a base de trueque. El alcoholismo hace estragos y el nivel promedio de vida masculino ha descendido a cincuenta y siete años. El producto interno bruto ha bajado, en seis años, en un ochenta y tres por ciento. La inversión de capital ha bajado en un noventa por ciento. Y los bienes de consumo, en su inmensa mayoría, son importados. Rusia sólo exporta, sustantivamente, gas y petróleo a precios deteriorados.

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Stephen Cohen, el máximo historiador de la Rusia soviética, advierte desde su cátedra en la Universidad de Nueva York que estamos asistiendo a una catástrofe sin precedentes, una marcha atrás, una desintegración veloz de las infraestructuras de la producción y la tecnología, en la que ni siquiera funcionan la calefacción y la recolección de basura.

Todo esto ocurre en el más extenso territorio nacional del mundo. Veintidós millones de kilómetros cuadrados, del Báltico al mar Negro y de la frontera con Polonia al océano Pacífico, cruzando once de los veinticuatro husos horarios del mundo. Rusia, siete veces más grande que la India, tres veces más grande que los Estados Unidos de América y sesenta veces más grande que el Japón. Rusia, con doscientos millones de habitantes y la mayor riqueza potencial del mundo en capital humano, recursos agrícolas y capacidad industrial, reducida al tamaño de un enano que exporta menos que la diminuta Dinamarca y se pudre por dentro, poniendo en peligro no sólo a su propio pueblo, sino al mundo entero.

La crisis rusa no es, estrictamente, una crisis de la economía de mercado. Es la crisis de un mercado manipulado con bajos criterios de ineficacia y corrupción. La base económica de la crisis en Rusia es que el país no sabe o no puede cobrar impuestos. La incapacidad de organizar la tasación interna conduce a la incapacidad de ofrecer servicios. Desde hace seis años, no reciben sueldos, o los reciben sólo con intermitencia, las fuerzas armadas, los maestros de escuela, los mineros... ¿Quiénes son los grandes evasores del pago de impuestos? Los llamados "oligarcas" que se apoderaron de las industrias, los servicios, el comercio y la administración de la era soviética en beneficio propio y sin concesiones a la sociedad. ¿Quiénes son los oligarcas? El más poderoso es Borís Berezovsky, verdadero poder detrás del trono, el hombre que quita y pone rey, antiguo vendedor de automóviles convertido en el zar de un imperio de periódicos, televisión, petróleo y gas. Le siguen hombres como Vladímir Potanin, jefe del grupo bancario, petrolero e informativo Interros; Vladímir Gusinsky, director del grupo bancario y mediático Most; Alexandr Smolensky, banquero. Entre todos ellos controlan el cincuenta por ciento de la economía rusa.

Representan a una clase dirigente capitalista corrupta hasta la médula. Canalizan los préstamos del exterior hacia sus empresas y hacia sus villas de veraneo en la Costa Azul francesa, la isla de Capri y la Costa Brava en España. Son los amigos del presidente Yeltsin y fueron los titiriteros del ex primer ministro Chernomirdin. No admiten poder o racionalidad superior a la propia. Los intentos de funcionarios como Serguéi Dubinin, el presidente del Banco Central, para imponer orden en las finanzas han sido frustrados por las presiones de los oligarcas y su marioneta, Chernomirdin. Treinta y tres consejeros del Banco Central han sido asesinados durante los pasados cinco años por resistirse a las presiones de la mafia oligárquica que gobierna a Rusia y la ha sumido en su actual infierno. Un infierno cuyas llamas pueden incendiar no sólo al Kremlin, sino al mundo entero.

Ésta no es una metáfora. La oligarquía rusa se enriquece, también, mediante la venta de armas. Y cuando hablamos de venta de armas en Rusia, hablamos de un problema mundial de dimensión apocalíptica. Rusia posee siete mil cabezas nucleares, cinco mil armas nucleares tácticas, inmensos depósitos de uranio y doce mil soldados sin paga custodiándolo todo. Uno de los grandes peligros de la crisis rusa es que sea el inicio de un proceso de privatización de la guerra que rápidamente desborde las fronteras de la Federación tanto hacia el explosivo Medio Oriente como hacia Irán, Afganistán, la India y China.

Las soluciones tienen aspecto de banditas adhesivas tratando de curar un cáncer. Kiriyenko, el joven tecnócrata de reputación honesta, no duró sino pocos meses como primer ministro. Chernomirdin, el principal responsable del desastre, fue rechazado por la Duma. No gobernó para su país, gobernó para sus amos los oligarcas, Ahora, Yevgueni Primakov, un primer ministro de transición, ha sido aprobado. Pero ¿qué opciones le quedan? Razonablemente, reformar y hacer cumplir el sistema impositivo. ¿Se lo permitirán sus amos? ¿Imprimir billetes? Pueden aliviarse algunos reclamos sociales momentáneamente, pero al precio inevitable de una inflación galopante. ¿Declarar la moratoria? Los depósitos rusos en el exterior serían intervenidos. ¿Declarar la quiebra bancaria? Muchos ciudadanos rusos le darían la bienvenida a los bancos extranjeros fuera del alcance de las actuales complicidades entre la administración y la mafia financiera.

La raíz técnica del problema subsiste: si Rusia no organiza su sistema de impuestos irá de crisis en crisis.

Subsiste también la raíz política del problema: un Gobierno cautivo de un grupo de plutócratas ciegos y soberbios no puede funcionar efectivamente. ¿Libertad o libertinaje del mercado? ¿Crisis de la economía de mercado, ciertamente, de una economía de mercado abierta a todas las corrupciones, ineficiencias e ilegalidades que han minado catastróficamente a la economía rusa. Rusia demuestra que no puede haber economía de mercado eficiente sin vigilancia democrática de los capitalistas y del Estado por los órganos representativos de la sociedad, pero en todo caso, como lo afirma nada menos que Michel Camdessus, el director del Fondo Monetario Internacional, "la mano del mercado debe ser compensada por la mano de la justicia del Estado?".

¿Crisis de la globalización? Sin duda alguna. Una tras otra, las crisis internas de naciones grandes y pequeñas -México o Malasia, Indonesia o Tailandia, Japón o Corea- afectan con rapidez creciente a las economías, grandes o pequeñas, del resto del mundo. Un país puede tener el

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más excelente y democrático Gobierno, pero un error financiero en otro país pequeño o una crisis de la eficiencia en un país grande puede echar abajo la salud interna de cualquier nación. ¿Nación? ¿Estado? ¿Tienen sentido estas palabras en la era de la globalización? La crisis rusa tiene, al menos, esa virtud. Nos demuestra a todos que la participación en la globalidad depende del buen gobierno interno. Si un país no se gobierna bien a sí mismo, si sus instituciones públicas no funcionan, si su capital humano y sus servicios sociales están en crisis, el ingreso a la globalidad será una farsa que pagará, tarde o temprano, el país simulador.

Karl Marx debe reírse desde su tumba en el cementerio de Highgate, en Londres. El capitalismo, escribió el viejo barbón, contiene las semillas de su propia destrucción. Hoy, Rusia parece empeñada en demostrar que la mejor manera de sepultar al capitalismo es convertirse al capitalismo. En el Purgatorio donde actualmente reside, Nikita Jruschov debe bailar de gusto, repitiendo su célebre amenaza: "¡Los enterraremos!". Ja: se enterrarán solos.

Rusia no es el único país en el que la tensión entre la tradición y la modernidad escenifican un drama cotidiano, poco visible porque ocurre, a menudo, en el alma de la gente. Pero en pocos países, como en Rusia, el campo cultural ha sido tan obviamente campo de batalla, kulturkampf. La ciudad fundadora, Kiev, y su sucesora, Novgorod, fueron culturas occidentalistas a la fuerza, si no por otro motivo, por resistir las invasiones mongólicas. La emergencia de Moscú como centro nacional de Rusia va acompañada de un mandato geográfico -expandir y consolidar las tierras rusas- y de un mandato espiritual y político: ser, como Roma en el pasado, caput mundis, cabeza del mundo. La caída de Bizancio, segunda Roma, traslada a Moscú una especie de derecho divino, expresado en una célebre carta del monje Filoteo al zar Basilio III en 1511: "Dos Romas han caído, Moscú es la tercera Roma, y no habrá una cuarta".

El matrimonio de Iván III con Zoé Paleóloga, sobrina del último emperador bizantino, confirma esta herencia y legitima el estilo de gobierno ruso, el césaropapismo, o sea, la unión en una sola cabeza de la corona política y la mitra espiritual. Rusia no conoció las tensiones entre el poder temporal de los reyes y el poder espiritual de los papas que permitió la formación de una sociedad civil en Europa. Pero la herencia bizantina, sin sacrificar jamás la suprema instancia autocrática, animó también el conflicto entre nacionalistas y europeístas, tradicionalistas y modernizadores. El reinado de Pedro el Grande es el mejor ejemplo de esta dualidad o esquizofrenia rusas.

¿Mirar al Oriente, mirar al Occidente, o mirarse al ombligo? Éste ha sido el dilema ruso, encarnado en su literatura de manera impresionante y en su política de manera deprimente. Turguenev mira al Occidente, pero ama las raíces de "la tierra virgen" y teme la aparición de fuerzas destructivas que nieguen tanto la vocación occidental como la vocación nacional rusas. En su maravillosa novela Padres e hijos, Turguenev inventa a un personaje, Bazarov, al cual denomina, por primera vez, como una "nihilista". Dostoievski, en cambio, deriva más y más hacia el concepto de la singularidad de Rusia, patria salvadora, cristófora, portadora del Cristo humano y simple como el Príncipe Idiota. El discurso de Dostoievski en el centenario de Pushkin es la más elocuente proclama de una Rusia salvadora, única, Tercera Roma.

Césaropapista, nihilista, providencial, Rusia también fue patria adoptiva del anarquismo por un lado y del marxismo por el otro. Triunfó el marxismo, pero asumió la herencia césaropapista: Monarca y Pontífice encarnados en una sola persona, el Dictador, Lenin, Stalin. Stephen Cohen, en su espléndida biografía de Bujarin, apunta la posibilidad de un socialismo con rostro humano en la figura del líder bolchevique ejecutado por Stalin en 1938 y rehabilitado por Jruschov en 1962. Hoy, enterrado el viejo sistema comunista, no se trata de restaurarlo, aunque muchos ciudadanos rusos comparen el actual desbarajuste con una dictadura más o menos funcional, totalitaria, caracterizada por el control del pensamiento y de la vida privada, la negación de la democracia y la afirmación de la economía centralizada, parca en la oferta de bienes de consumo, pero pródiga en la oferta de servicios sociales, alojamiento, educación y medicina gratuitos, enorme inversión en industria pesada y formación de élites tecnológicas. Con la democracia capitalista han desaparecido los beneficios del comunismo, pero, sin duda, se han ganado los beneficios de la libertad.

Darle a la libertad su recto sentido de responsabilidad compartida y desarrollo del capital humano y social debería ser la meta de un nuevo orden ruso. Pero quizás la crisis ya no permita planteamientos serios ni a corto ni a largo plazo y se precipite en el abismo de su propia creación.

Aventuro la apuesta de que en una nación arruinada y que amenaza con arruinar al mundo, cargada de deudas, hambre, irritación, desencanto y armas nucleares, el regreso a un autoritarismo nacionalista será, lamentablemente, la solución que aceptarán tanto el pueblo ruso como los poderes extranjeros -sobre todo los EEUU- que prefieren un capitalismo autoritario a un capitalismo anárquico. China lo prueba. En Rusia, el compromiso entre capitalismo y autoridad lo ofrece hoy por hoy un solo hombre, el ex general Alexandr Lébed, gobernador de la provincia siberiana de Krasnoyarks. En él se reúne la energía de mando, el debido homenaje a las formas y la experiencia militar que pueden, acaso, impedir que el polvorín ruso -financiero, político y nuclear- nos estalle en la cara a todos.

Pero Rusia siempre será algo más que su actualidad política y económica. En Las almas muertas, Gogol dijo que Rusia es un país "que no da respuestas acerca de su futuro", y lo comparó con una troika que corre por la nieve, velozmente, "mientras los otros pueblos y naciones miran a Rusia preocupadas, de soslayo, y se apartan de ella".

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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