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EL 'CASO LEWINSKY'

Gore apoya a su jefe pero evita ser salpicado por el escándalo

Sólo una vez en la historia de Estados Unidos un vicepresidente ha accedido a la Casa Blanca por dimisión o destitución del titular: Gerald Ford, en 1974, en sustitución de Richard Nixon, que abandonó el cargo voluntariamente ante la perspectiva de ser sometido a juicio por el Congreso. Dado el estómago político de hierro de Clinton y la todavía alta valoración de su trabajo profesional que hacen sus compatriotas, la perspectiva de que Al Gore repita esa experiencia parece hoy muy improbable.Gore, el sucesor constitucional, lo está pasando fatal. Tiene que sopesar cada palabra, cada gesto, cada movimiento. Por una parte, expresa en público su solidaridad con Clinton -volvió a hacerlo el lunes por la noche en Nueva York-; por otra, intenta no quemarse demasiado: cada vez que el presidente se ha visto en un apuro, él estaba lo más lejos posible.

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A Gore, que ya tiene sobre sus espaldas una investigación por su papel en la financiación irregular de la campaña de 1996, no le vendría nada bien reemplazar a Clinton en estos momentos. Los más de dos años que quedan para el final del mandato presidencial le contarían como un primer período en la Casa Blanca, por lo que sólo podría presentarse a la reelección una vez, en el 2000. Pero sustituir a su jefe y amigo a partir de enero le vendría de maravilla. El tiempo restante hasta las elecciones del 2000 no le contaría como un primer mandato y le permitiría labrarse desde la Casa Blanca una imagen de hombre de Estado que compense el poco entusiasmo que su frialdad cerebral suscita entre sus compatriotas.

Por esa última razón, los republicanos no tienen demasiadas ganas de que Clinton abandone la Casa Blanca. Calculan que, si sigue hasta el final, será un hombre sin capacidad de liderazgo y Gore pagará en las elecciones del 2000 el precio del caso Lewinsky y los otros escándalos vinculados con el político de Arkansas.

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