Eric Rohmer y Peter Weir arrancan las primeras ovaciones
Rescate de "Rashomon", de Kurosawa
La Mostra despertó ayer conmovida por la muerte de Akira Kurosawa, que precisamente desde aquí saltó al mundo, al ganar el León de Oro en 1951 con Rashomon, que se proyectará esta noche en memoria suya. Muere con Kurosawa un capítulo de la historia del cine, pero éste renació ayer mismo en las dos excepcionales, y completamente opuestas, películas de Rohmer y Weir, que arrancaron las primeras ovaciones cerradas y unánimes en el Lido este año.
Las películas ovacionadas son la deliciosa Cuento de otoño, de Eric Rohmer y El show de Truman, una desconcertante y perturbadora película estadounidense dirigida por el australiano Peter Weir.Mientras se ve la aterradora, originalísima y de altos vueltos, metáfora que Peter Weir despliega en el desafío de rostros entre Ed Harris y un sorprendente, comedido, sin la menor caída en la mueca, Jim Carrey, que es lo que sostiene a El show de Truman, uno cae en la tentación de imaginar qué hubieran podido hacer Orson Welles o Frank Capra, por ponernos en manos de dos genios antípodas.
La propuesta de Peter Weir es seria, grave y muy distinta. Crea una metáfora fría y matemática, de gran potencia visual, sobre la encerrona de los hombres contemporáneos dentro del cerco a que les somete la progresiva audivisualización de la vida cotidiana.
Y extrae, pese al agridulce episodio final, conclusiones perturbadoras, de esas que le dejan a uno tocado dentro del aislamiento en la penumbra de una sala y luego, ya en la calle, obligan a rebobinar mentalmente la película y proyectarla interiormente, buscando en qué nos concierne, en qué y cómo logra desvelar con la nitidez de un corte de bisturí hecho por un virtuoso del quirófano, un rincón, o un abismo, de la vida actual: la conversión del individuo en objeto de espectáculo, en carne de cañón para las cámaras intrusas de la insaciable bestia audiovisual.
Es una película que quizá tiene algún recoveco artificioso y discutible, pero que, como conjunto, es un mazazo monolítico, compacto, vigoroso y de gran eficacia, que no admite más respuesta que el silencio agradecido o el entusiasmo ruidoso, ante el alarde de dificultad y de bueno oficio resolutorio que hay dentro de ella, y que el cineasta australiano sortea con una regla de cálculo metida entre ceja y ceja, casi convirtiendo el arte cinematográfico en ciencia cinematográfica.
Para colmo, Weir transforma a un deleznable actor bufón, exagerado hasta lo insoportable, Jim Carrey, en un verdadero intérprete, nada menos que a la altura de su extraordinario oponente, un Ed Harris eminente, que transmite con pasmosa facilidad su cansancio de Dios manipulador, hastiado de su tarea, del destino de un pobre hombre común. Pocas veces, como en el rostro de Ed Harrris se han visto los visto los rasgos sombríos del Poder, escrito con mayúscula, del poder considerado como la cara reconocible del mal.
En el polo opuesto, el viejo Eric Rohmer, tan francés y tan de todas partes como siempre, nos embarcó en un versallesco e inteligentísimo juego de roces entre hombres y mujeres -sobre todo mujeres, que son su punto fuerte- que hizo las delicias de quienes en una pantalla buscan lo que ocurre detrás de las puertas, aparentemente cerradas pero para la mirada de Rohmer abiertas de par en par, de las casas de la gente corriente, ésa que pasa inadvertida en cualquier acera de cualquier ciudad, pero que esconden, a resguardo de quienes ni siquiera les miran, un mundo de aventura, considerada como incursión en uno mismo.
Babelia
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