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Tribuna
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El gran innovador

"Es imposible poder entender el corazón humano", espetó Akira Kurosawa a los tres asistentes que le habían sido asignados para el rodaje de Rashomon, y se negaban a comenzarlo aduciendo que no entendían el guión. Esa anécdota alrededor de una de las películas emblemáticas en la producción del director nipón recién fallecido ilustra a las claras su difícil posición en el seno del cine de su país: en una tradición cultural que no valora precisamente la innovación, sino la lectura diferenciada de la tradición, Kurosawa apareció siempre como un ser enigmático, alguien no muy respetuoso de las formas del medio que adoptó como canal expresivo, y también de una cultura, la occidental -la tradición literaria europea, pero también los hallazgos narrativos del cine estadounidense-, a la que siempre vio con admiración y que recreó en algunos de sus grandes filmes.Entender el corazón humano fue, no obstante, la gran pasión que presidió la vida de este genial creador con modales de mariscal de campo, difícil de trato, e igual que otro de los grandes mestros clásicos, Yasujiro Ozu, proclive a la bebida y a la misantropía; fiel a sus amigos, que constituyeron algo así como una guardia pretoriana alrededor suyo, y siempre insobornablemente comprometido con su arte.

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Admirado por cineastas de la talla de Bergman, Fellini, Coppola o Scorsese, que participaron con él en sus últimas aventuras cinematográficas, Kurosawa fue el gran renovador del cine japonés desde los años cincuenta, sobreponiéndose, como los directores Mizoguchi, Ozu o Naruse antes que él; como Oshima o Imamura, después, a un destino de artesano que parecía dictado por las férreas normas del sistema de estudios nipón, en el cual empezó desde abajo, como ayudante y aprendiz de un cineasta hoy olvidado, Kajiro Yamamoto, y por las reglas que regían unos géneros poco dúctiles para el cultivo autoral, y que él reescribió en películas admirables.

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