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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Sobre el tratamiento dado a nuestros muertos

Sancho de Ávila lo llama el pueblo, tomándolo de la calle donde se asienta, sin saber seguramente que Sancho de Ávila, hombre de armas que vivió entre 1523 y 1583, fue lugarteniente del duque de Alba y conquistador de las hermosas ciudades de Amberes y Oporto. Quién sabe si el pueblo, en uso si no de la razón sí del instinto, no ha acabado llamándole Sancho de Ávila en razón de los muertos que el fiero comandante fizo. El edificio, batido a los cuatro vientos, se alza en una zona de la ciudad que menos parece ciudad que despecho. Los inviernos son allí especialmente crueles, hasta el punto de que una galería exterior de obligado paso, donde con mucha frecuencia se expresa el último dolor de los deudos, recibe el nombre, fácil pero exacto, de galería de la muerte; tantas veces su heraldo allí ha comparecido con un helado cuchillo de viento. Otra circunstancia corrobora ese exterior desabrido: los implacables horarios que con harta frecuencia convocan a los barceloneses a la cita postrera, como si la muerte fuera asunto para encarar temprano. Del interior sobresale un aspecto del que quisiera rendir pormenorizada cuenta: la obscenidad, que no habría de confundirse con la naturalidad o la muy hispánica franqueza con que la muerte es aquí tratada. Valgan como ejemplo los visibles rótulos -siniestro directorio- que a la entrada anuncian la diaria cosecha de cadáveres. O el diseño de las salas donde se velan los cuerpos, que a tan excesivo intercambio de dolores obligan. Uno, sin dejar de ser solidario con el dolor del mundo, quisiera estar a solas y en silencio con su propio dolor: tarea imposible entre aquella promiscuidad de lágrimas. Capítulo aparte merece la conducta de los funcionarios. En cuanto a los civiles, más de una vez, y luego de depositado el ataúd en el centro de la sala donde se oficia el responso, se van hasta el fondo para dirimir allí, y no en voz baja, sus cuitas, generalmente banales y aplazables; más de una vez entran, salen, vuelven a entrar y salir, sin objeto aparente, permitiendo que el rumor del exterior -ya de por sí muy audible sin necesidad de que le den facilidades- turbe el recogimiento del oficio; más de una vez, en fin, alguno de esos funcionarios da la impresión de que ni siquiera en la hora de su propia muerte sabría comportarse con dignidad. Sin embargo, aún es más penosa la descripción de la conducta de los funcionarios de Dios. Por supuesto, y debido en parte a actitudes como la que narraré, la mayoría de ellos no conoce al muerto. Descontadas las veces en que yerran, añadiendo ira al dolor del auditorio, casi ninguno se ha preocupado en saber de él algo más que su nombre: no hay pruebas de que vez alguna hayan inquirido a los familiares sobre quién era y lo que quiso, sobre lo que no obtuvo, para improvisar en voz alta un recuerdo veraz y perdurable. Sin más información que la esquelética del nombre, los funcionarios de Dios desgranan un cansino repertorio de terrores, consuelos y admoniciones, como si no supieran que la superstición sólo es una fe de mala calidad. Otros, y quizá sean los peores, usurpan la terrible circunstancia para construir sus manifiestos: yo mismo he asistido a la proclamación de ideales monarquías, siempre de origen divino, sobre la paciencia infinita del que yace. Éste, señores de la Service Corporation International, que van a gestionar según mis noticias el rito de la muerte en Barcelona, es el panorama. Se preguntarán cómo tal estado de cosas ha sido posible sin que hayan mediado la protesta y aun el motín. La respuesta me la dio un cínico funcionario: "Es el único negocio donde el cliente nunca puede protestar". Confío en que el probado sentido del espectáculo del gran pueblo americano al que pertenecen cambie radicalmente las cosas y que nuevamente, como otrora, valga aquí la pena el morirse.

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