Los retos ante el nuevo milenio
AMALIA GÓMEZLa autora sostiene que la erradicación de la pobreza es algo más que paz social: es la justificación y fundamento de la democracia
A veces da la impresión de que se generaliza un sentimiento de resignación entre la sociedad que conoce la existencia de personas que viven en la pobreza. Posiblemente es el silencio que, a fuerza de insistir, se va convirtiendo en denuncia de todos los que amanecen y ven ponerse el sol sin que nada cambie en sus vidas. Son personas que, coyuntural o estructuralmente, carecen de lo necesario para vivir con dignidad, hasta que esta situación les lleva a la exclusión, o punto de difícil retorno. Es un proceso lento y amargo en el que la persona o personas desesperan de poder hallar respuesta a sus problemas y alivio a sus desdichas. La pobreza y la exclusión siguen siendo los eternos retos de un mundo que cambia de forma vertiginosa, sin que se haya resuelto esta contradicción de compatibilizar avances tecnológicos y mejores índices de competitividad con bienestar social, que no es consumismo a la carta, sino vida digna en libertad y con calidad existencial. Quizá las últimas décadas de este siglo hayan visto aflorar una corriente fuerte y renovada de voluntarios y voluntarias solidarios, que aúnan la siempre necesaria tarea de la reivindicación con el trabajo directo, rehabilitador de personas excluidas o en dificultades. Las administraciones han encontrado en las ONG, en la sociedad civil solidaria, un apoyo valioso que, sin duda, ha abierto un importante camino para el futuro. Pero ¿cuánto pueden esperar los excluidos y las personas que viven en la pobreza? El etat providence, el welfar state, el Estado del bienestar han sido interesantes intentos -desde arriba- de resolver genéricamente las desigualdades, sin que se hayan simultaneado las medidas estructurales y asistenciales, con ese cambio cultural tan necesario para abordar de forma integral y decidida la erradicación de la marginalidad y la pobreza. La importancia del cambio cultural es básica, no sólo en el proceso de toma de decisiones, sino muy especialmente en el seno de la propia sociedad. Nadie puede dudar de que, en esta segunda mitad de siglo, se han producido avances cualitativos notables. Muy pocas personas admiten ya que la pobreza forme parte de la realidad inevitable de cada época. Pero esto ni siquiera es nuevo, aunque se avance tan lentamente. Juan Luis Vives, en el siglo XVI, expresaba con rotundidad que "la pobreza no es virtud, sino desdicha". Hoy son muy pocos los que abordan la pobreza o la exclusión desde soluciones estrictamente asistenciales, que pueden producir efectos no deseados, como el enquistamiento de la propia exclusión. Han surgido magníficos profesionales en el ámbito del Trabajo Social que desarrollan y articulan mecanismos de apoyo y autoayuda en el ámbito de lo que debe consolidarse como un sistema de servicios sociales básicos. Pero no cabe la menor duda de que los instrumentos para erradicar las desventajas y desigualdades sociales -que es donde en verdad se inicia la exclusión- son la educación y el empleo. La Educación es el eje sobre el que se cimenta una vida libre y autónoma. No sólo por lo que supone de preparación para acceder al mercado de trabajo, sino porque el proceso educativo configura también un conjunto de valores éticos y democráticos, que fortalecen la personalidad de los futuros ciudadanos y ciudadanas. El Empleo es un aspecto básico en la vida, como factor de promoción personal y social pero, más aún, como instrumento dignificador de la vida humana. Sólo a partir de la autonomía que da el trabajo, se puede participar activa y libremente en la sociedad de la que se forma parte. Por eso es un dato esperanzador el del ritmo de creación de empleo en España -más de 400.000 puestos de trabajo al año- y el descenso de la tasa de paro -en torno al 18%-, porcentaje que no se daba en España desde el año 1981. Esta tendencia es un buen marco para actuar desde la urgencia de conciliar políticas de inserción y asistenciales, con políticas activas de normalización a través de la formación y el empleo. Sin embargo, la pobreza tiene un género predonimante, y éste es el femenino. Las mujeres siguen siendo las que más sufren las desventajas de una sociedad que aún no acaba de consolidar el principio de igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Y junto a las mujeres, la infancia, niños y niñas que crecen en ámbitos de pobreza económica o cultural y que, por tanto, necesitan una compensación ante la ausencia de los resortes que da el rendimiento escolar o la estabilidad del entorno socio-familiar. La vida diaria nos muestra diversos tipos y situaciones de exclusión y pobreza a los que hay que abordar coordinando esfuerzos y concentrando recursos. El carácter integral de cualquier actuación es esencial para resolver problemas de margnalidad o exclusión. Pero la erradicación de la pobreza es algo más que la paz social: es, antes que nada, la justificación y fundamento de la democracia, como estado garante de derechos. Pero es preciso huir del humanitarismo demagógico, de quienes sólo se quedan en la denuncia de la impotencia y, por el contrario, dirigir todos los esfuerzos a conseguir la suma de logros que mejoran vidas. Y hay que seguir rechazando la exclusión y la pobreza como esa herencia histórica, con la que la comunidad convive como si fuera una fatalidad del destino, que sobrevive a todos los ismos. Hay que buscar el nuevo siglo y milenio, sin perjuicios. Es necesario concitar voluntades que, desterrando estrategias obsoletas patrimonialistas, nos permitan avanzar en la consecución de una sociedad más libre y solidaria. Posiblemente haya quien -en nombre de la Razón, la experiencia o hasta la prudencia- entienda que es empeño complicado, más propio de utopía volutarista que de gestión real. Entonces, siguiendo a Unamuno, será sensato "rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón".
Amalia Gómez es secretaria general de Asuntos Sociales del Ministerio de Trabajo.
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