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Los cedros del Papa

El arzobispado de Madrid ha cambiado dos cedros por una estatua del Papa y un aparcamiento. Un trueque muy poco ecológico, pero, sin duda, muy rentable en lo espiritual y en lo económico. El arzobispado de Madrid está a dos pasos del faraónico estacionamiento subterráneo de la plaza de Oriente, donde sobra tanto espacio al menos como en la catedral de la Almudena, pero el arzobispo, los obispos y los obispillos, aspirantes al episcopado, quieren tener como todo el mundo en Madrid su propio aparcamiento enterrado; cuestión de prestigio.Hasta ahora, los vehículos diocesanos aparcaban al aire libre buscando la generosa sombra de los cedros, expuestos a las inclemencias climatológicas y a la acción de los descuideros. Pero desde que le robaron el radiocasete con sus mejores cintas de gregoriano a monseñor Zutánez, en las dependencias del obispado se venía hablando de que era necesario tomar medidas, aunque los clérigos no se ponían de acuerdo y estaban divididos en dos bandos aparentemente irreconciliables.

Para los vaticanistas, la solución más eficaz consistía en erigir en el centro del solar una estatua del Papa en actitud vigilante. La sola presencia de la efigie pontificia, investida de toda su autoridad, bastaría para disuadir a los cacos de sus sacrílegas incursiones; aunque no estaría de más, pensaban algunos, reforzar el carácter disuasorio del monumento colocando unos cuantos carteles que amenazasen con la excomunión a los que pusieran sus pecadoras manos sobre los bienes eclesiásticos.

Más pragmáticos y menos espirituales, los del bando contrario se inclinaban por la construcción del búnker subterráneo, dotado con las máximas medidas de seguridad, pues ya se sabe que los designios del Altísimo son inescrutables y que una cosa es predicar y otra dar trigo.

Las dos facciones enfrentadas sólo coincidían en una cosa: los cedros sobraban, no tenían nada pastoral contra ellos, pero sobraban. Para los vaticanistas, porque no dejarían ver en toda su magnificencia la estatua del sumo centinela y algunos cacos lograrían escapar de su inquisitiva mirada. Para los pragmáticos, porque sus raíces dificultarían el desarrollo de las obras.

Estaban ya poniéndose bizantinos e insoportables los defensores de ambas posturas cuando medió en la polémica un anciano y venerable clérigo cuya opinión respetaba toda la clerecía, entre otras cosas, porque solía expresarla en muy raras ocasiones, pues era hombre de pocas palabras y su sordera le mantenía muchas veces apartado del mundanal chismorreo de los pasillos del arzobispado. Monseñor Mengánez acertó de pleno con su conciliadora propuesta; todos, salvo los cedros, estaban de acuerdo, construirían el aparcamiento y lo coronarían con la estatua del Pontífice, relevado de sus labores de centinela, entronizado sobre la cúpula invisible del estacionamiento.

El primer cedro cayó por su propio peso en cuanto los obreros derribaron el muro sobre el que se apoyaba, se vino abajo y a punto estuvo de llevarse por delante a una automovilista que pasaba por allí en busca de aparcamiento.

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Al segundo cedro lo derribaron para evitarle sufrimientos y eliminar riesgos. Queda, o quedaba, vaya usted a saber, un tercer cedro, que se salvó momentáneamente de la tala porque junto a él, se plantó, como el pino junto a la ribera, el concejal Morales, edil socialista en el Ayuntamiento. Desde el lugar de los hechos, Morales informó a la alcaldesa sucedánea de la Villa, Mercedes de la Merced, del arboricidio y ella prometió investigar.

Si hay que aportar pruebas a favor de los cedros en esa investigación, informo a sus abogados que sus defendidos pertenecen a una ancestral estirpe arbórea, cantada en la Biblia porque con su madera se construyó el templo de Salomón y su salón del trono.

Eso en el caso de que los árboles perteneciesesn a la especie de los cedros del Líbano (Cedrus libani). Sus primos los cedros del Himalaya (Cidrus doedera) eran utilizados por los antiguos egipcios para fabricar sus mejores sarcófagos. Incluso sus parientes pobres, los cedros africanos (Cidrus atlantica), menos espirituales, tienen la rara virtud de alejar los mosquitos con su olor. Los tres pueden llegar a alcanzar los cincuenta metros de alto en condiciones propicias y si les dejan en paz.

Abatirlos es también una especie de sacrilegio, merecedor de la excomunión ecológica.

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