Globalización y terror
El terrorismo se globaliza como la droga, como el sida, como la violencia étnica, hasta golpear en todos los rincones del planeta. A la muerte de la bipolaridad que consistía en un pasable reparto del mundo entre Estados Unidos y la Unión Soviética ha sucedido un tiempo en el que Washington no puede llenar la totalidad del espacio estratégico evacuado por la defunción del comunismo, y en el que ciertos Estados se hallan mucho más débilmente encuadrados que antaño en una mínima disciplina internacional; si antes de la caída de la URSS casi todos tenían que rendir algún tipo de cuentas a uno u otro señor, hoy menudean los que ya no responden claramente ante nadie. Ese es el campo privilegiado de actuación para lo que los expertos llaman nuevo terrorismo.Los atroces atentados de la semana pasada contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, cuyo saldo va a pasar de los 200 muertos, se inscriben en una nueva lógica, en la que en vez de una clara reivindicación del crimen cabe hallarse ante un deliberado anonimato con que hurtar el cuerpo a la represalia, y en la que el trabajo, para mejor embrollar las pistas, se lo haga una banda a otra, como en una cámara de compensación del terror, hoy por ti, mañana por mí.
Los servicios de información norteamericanos dicen que manejan ya pistas concretas -es lo menos que pueden decir- e, inevitablemente, se recurre a la bicha religiosa, es decir, alguno de los varios integrismos en cólera, que es como suelen estar habitualmente, pero eso no es sino coger el rábano por las hojas. Todo el terrorismo es político; no se mata por Alá, Cristo o Yahvé, sino por objetivos directamente materiales a los que se antepone un santo y seña espiritual. Se mata para rematar el proceso de paz árabe-israelí, o porque no hay tal proceso; para impedir que el Gran Satán norteamericano amenace con su eventual hegemonía planetaria o porque no amenaza lo suficiente; para unir o desunir Estados; para salvar de la implantación de una dictadura hipermoralista o para consagrar la dictadura contraria, pero laica. Esos terrorismos no nacen de la religión, aunque ésta pueda exacerbarlos, sino del enfrentamiento político más o menos encubierto.
En ese contexto, Kenia y Tanzania no son exactamente países desencuadrados, puesto que ambos se cobijan genéricamente bajo el manto de Estados Unidos, sino objetivos mal guarnecidos. En los tiempos en que existía el comunismo se estaba atento en Occidente a que no se produjeran cambios de campo entre los dos bandos, pese a que a veces esto ocurría, como cuando Washington y Moscú se permutaron a fines de los años setenta una Etiopía por una Somalia; pero ahora la guardia está forzosamente baja porque la única superpotencia que queda sobre la Tierra no puede atender a todos los frentes.
Es ésta, por tanto, una globalización mafiosa del terrorismo, en la que el último horror, al menos, no se ha desencadenado todavía: el chantaje nuclear que un día pueden ejercer estos dementes de la atrocidad. Por ello, la respuesta a ese fenómeno, que se nutre de la debilidad de las naciones, sólo puede ser de carácter transnacional. La propuesta del secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, así lo subraya al proponer la convocatoria de una conferencia internacional sobre el problema. La falta de encuadramiento del mundo, lo que en sí mismo no tiene por qué ser algo intrínsecamente malo, pide una respuesta globalizada. No es la panacea, pero por ahí habría que empezar.
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