Por Colombia
Pocos políticos en parte alguna deben de envidiar la suerte de Andrés Pastrana, nuevo presidente de Colombia para los próximos cuatro años desde el pasado viernes. El país más violento del hemisferio occidental, cuyo timón acaba de empuñar el dirigente conservador, padece desde hace 35 años un conflicto civil que enfrenta a la guerrilla con sus sucesivos gobiernos; otra guerra casi tan vieja contra el todopoderoso imperio de la droga, y, por si no fuera suficiente, sus constantes vitales económicas empiezan a mostrar signos alarmantes: desempleo en aumento (16%), desaceleración del crecimiento (3,3% frente a un 4,5% histórico) y un déficit fiscal galopante que decuplica el 0,3% con el que tomó posesión el liberal Ernesto Samper en 1994. Los dos grupos guerrilleros más importantes -las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)- han saludado la toma de posesión de Pastrana con la ofensiva combinada más mortífera en años: más de 100 cadáveres entre las fuerzas de seguridad y decenas de secuestrados. En julio, Pastrana se entrevistó en la selva con los jefes del primero, y miembros del segundo acudieron a Francfort el mismo mes para discutir con un corte de la sociedad civil colombiana: empresarios, sindicalistas y la Iglesia católica.Y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo hay cierto clima de esperanza en Colombia. Se puso de manifiesto ostensiblemente en el desarrollo de las elecciones de junio, que llevaron a Pastrana a la presidencia con una participación elevada para las costumbres políticas del país. Se ha confirmado con la reiterada disposición al diálogo (negado a Ernesto Samper, al que consideraban un cadáver político) de las FARC y el FLN, cuyos ataques de la semana pasada son aplicación de la regla de que una buena ofensiva armada es la mejor preparación para la diplomacia. Finalmente, pero no menos importante, el nuevo presidente colombiano acaba de inaugurar una prometedora relación con Washington, socio clave que hace mucho tiempo rompió amarras con su predecesor, al que considera vinculado al narcotráfico.
Para Pastrana, en cualquier caso, enderezar la economía será más fácil que sosegar un país en el que cada año mueren violentamente alrededor de 30.000 personas, donde la guerra ha desplazado a otros muchos cientos de miles y el dinero astronómico de los narcotraficantes (80.000 hectáreas de coca) impone su ley y corrompe a gran escala, incluyendo a la guerrilla. Aun en el caso de que cada parte cumpla sus compromisos (en los años ochenta nunca se respetaron), la eventual pacificación del país caribeño será un proceso largo y doloroso. Implica no sólo al Gobierno y a los guerrilleros -un ejército de 15.000 combatientes que exigirá seguridad a cambio de concesiones-, sino también a los poderosos grupos paramilitares, las temidas Unidades de Autodefensa, toleradas de facto por el poder y al servicio de grandes propietarios y traficantes de droga, y a las propias Fuerzas Armadas. Pero si la paz, con la ayuda internacional, llegó a El Salvador o Guatemala, también debería ser posible en Colombia. Cuarenta millones de personas llevan generaciones esperando.
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