Caspa rusa

La alopecia en ballet clásico es un mal mundial. Casi siempre acompañada de su más molesta manifestación: la pertinaz caspa, el desecho. Hay nubes transoceánicas de caspa balletística desde los montes Urales hasta el Pacífico, pasando por el eje de los trópicos; especie de Chernóbil escénico, tan contaminante metafóricamente hablando como el primero.Se le cae el pelo al público de tristeza, y entendamos que se le había caído antes a los danzantes de inconsciencia e irreverencia ante el arte académico de la danza. Y no es justo, ni de recibo. Tantas veces se dice que el ballet es sagrado, que tal aserto facilita el brote de caspa sacrílega que desarma más que enerva. Si los coreógrafos Petipa, Lavrosky y Dolin hubieran levantado la cabeza apenas un minuto anteanoche, el descabello hubiera tenido efectos fulminantes. Hubo sonoro pateo en el Conde Duque, y con razón.

El programa empezó con una mal cosida versión de Las bodas de Aurora. Y en medio brilló aisladamente la joven bailarina Natalia Chekhovskaia en el papel de la Princesa Durmiente. Ella tiene cierta majestad en su épaulement y una particular riqueza musical, que constituyó lo único resaltable de toda la velada y que se liberaba de la epidemia universal de descamación cutánea.

Caricatura

Después, la furia herética se posesionó del gran escenario en La noche de Walpurgis, una caricatura grotesca de la coreografía original de Lavrosky, a quien ni se le menciona en el programa por aquello de la cortesía con los muertos. El vestuario, de saldo y como sacado de un cajón de desastres, mientras el apogeo del engaño y el camelo llegó con el Grand Pas de Quatre, y hay que decir que las bailarinas de este clásico romántico no tienen culpa de nada: el horror está en la revisión chapucera de la coreografía de Dolin. La conocida bailarina de origen kirguiz Elena Ohssova hubiera resultado una solvente Taglioni en unas manos más decentes.