Somos daneses
Decidido a comprobar si el complejo de mala educación que aflige a algunos españoles continuaba justificado en las postrimerías del siglo, visité un parque acuático de los alrededores de Madrid: el lugar ideal para dar rienda suelta a los temperamentos vociferantes, a los caracteres insolidarios, a las personalidades malolientes.Las atracciones son tan duras y las esperas bajo el sol tan prolongadas que hasta el individuo más templado podría perder los nervios sin merecer nuestro reproche.
Lo primero que vi fue un juego llamado Las Olas, en el que la multitud descendía por una rampa gigantesca, llena de agua, siendo repelida según se acercaba al fondo por un oleaje digno de una playa del Cantábrico con bandera roja. Contemplado desde fuera, el espectáculo evocaba un cuadro de El Bosco. Todos aquellos condenados, sobre cuyas cabezas pasaban volando niños y ancianos con los bañadores a medio arrancar, componían expresiones de enorme sufrimiento, como si hubieran sido arrojados a las llamas del infierno en lugar de haber accedido por deseo propio al interior de una piscina.
Pese a ello, no se les oía decir una mala palabra. Es más, se ayudaban unos a otros para no perecer y no era raro que los mayores sacaran a los niños de las profundidades antes de que se pusieran cianóticos. Por otro lado, la actitud de los empleados de la instalación, atentos en todo momento al padecimiento de los bañistas, se podría calificar de modélica. No parecía que nos encontráramos en la España que nuestro complejo de inferioridad nos hace llevar en la cabeza.
Estoy, pues, en condiciones de asegurar que ya somos daneses, o belgas en el peor de los casos. Uno habría esperado más empujones, mayor número de gritos, infinitas risotadas desgarradoras, incluso alguna maldición, cuando no una blasfemia. Tengan en cuenta que elegí para llevar a cabo esta experiencia antropológica un sábado, lo que significa que las instalaciones estaban al completo.
Pese a ello, todo discurría con tranquilidad dentro del panorama devastador de las atracciones.
Había unos toboganes kilométricos por los que la gente se tiraba con la cara de suicida del que se arroja desde el Viaducto. Y si es cierto que chillaban un poco durante el trayecto, como es natural, salían del agua civilizadamente, sin darse palmotadas y respetando las instrucciones del personal, que eran muy precisas. Observé que cuando se le llamaba la atención a alguien por no circular por los lugares debidos, se retiraba pidiendo disculpas. Un paraíso de las buenas maneras, en fin, en un lugar donde todo se confabulaba para que el que las tuviera las perdiera.
A la hora del almuerzo, mucha gente sacó sus bocadillos, incluso sus fiambreras, y comió sobre la hierba con una pulcritud desusada, introduciendo los restos en bolsas de plástico, que después fueron llevadas hasta las papeleras por los ancianos de las familias.
Durante la hora de la siesta no escuché ninguna conversación a gritos, de modo que pude echar una cabezada antes de continuar mi trabajo de campo. Me despertó, es cierto, una voz desgarradora que gritaba a unos 20 metros de mi posición:
-¡Paqui, ponle crema a la Jennifer que se va a abrasar la cara interna de los muslos!
Medio dormido como me encontraba, me fue difícil asimilar que la tal Paqui tuviera una niña llamada Jennifer, cuya "cara interna de los muslos" constituyera una preocupación para su abuela. A punto estaba de perder mi optimismo antropológico anterior, cuando advertí que se trataba de la única escena realmente costumbrista que había padecido en toda la jornada. Y aun así, era tal el mestizaje que respiraba aquella curiosa oración gramatical que me pareció también un signo de progreso.
De buena crianza, si ustedes quieren.
No hay razones, pues, para mantener la idea de que los españoles tenemos una educación inferior a la de los países de nuestro entorno, aunque quizá fue así en otro tiempo felizmente superado.
Si este verano quieren, pues, sentirse daneses sin salir de Madrid, pasen el día en un parque acuático de los alrededores de la capital.
De nada.
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