Iguales ante la ley
Las páginas de política nacional rebosan estos días de noticias sobre actuaciones judiciales: mientras languidece el caso Urralburu, se ha juzgado en el Tribunal Supremo a varios policías y ex altos cargos de Interior, y un juez de instrucción de la Audiencia Nacional ha decidido clausurar el diario Egin por sus presuntas conexiones orgánicas con la banda terrorista ETA. El lector tratará inútilmente de alejarse de los procedimientos judiciales en las páginas de sociedad: allí encontrará el procesamiento de otro juez de la Audiencia Nacional acusado de prevaricación en la instrucción de un caso que ahora lleva su nombre. No mejor suerte le espera si salta a las páginas de economía, pues irremediablemente saludará al tenaz periodista que sigue los avatares del juicio contra un poderoso ex banquero.Nada equipara a los sujetos de estas actuaciones judiciales, excepto que todos han sido, en el tiempo de la comisión de los delitos por los que son procesados o juzgados, ciudadanos especialmente protegidos de la mirada de los jueces. No hay que decirlo de los ex responsables del Ministerio del Interior, cubiertos por las más altas barreras institucionales. Pero es seguro que los detenidos de Egin se creyeron también dotados de otro tipo de inmunidad, la que procede de su poder de amedrentar. Y el juez procesado no debe salir de su asombro: el corporativismo es una probada trinchera protectora; como el ex banquero, que seguramente se creyó capaz de despistar a los peritos y envolver a los jueces en los laberintos de sus múltiples fortunas.
Y, sin embargo, la inmunidad, la capacidad para retener información, retrasar las investigaciones, amedrentar, invocar grandes principios, esgrimir amenazas, comprar voluntades, obstaculizar los procedimientos, embarullar, agotar todos los recursos posibles, no les ha servido para nada, excepto para que la justicia haya procedido, más que en otras ocasiones, como un mamut, según la definía el juez Garzón a Denis Robert: tarda años, "pero lo que aplasta, lo aplasta bien aplastado". Han tenido tan poderosas defensas que si al final el mamut consigue llegar a su destino lo habrá logrado por ese impulso impersonal propio de las burocracias del Estado que acaban por triturar todas las barreras que encuentran a su paso.
No se podrá decir, en efecto, que estos ciudadanos, por unas u otras razones especialmente protegidos, no hayan gozado y gocen de todas las garantías que el Estado de derecho pone a su disposición. Lo que pasa es que al terminar los largos y engorrosos procedimientos, las protecciones especiales se desvanecen así que los acusados traspasan el umbral de la sala de juicios y todos aparecen desnudos, más cerca que nunca de esa utopía democrática que tiene a todos por iguales ante la ley, aunque estén lejos de serlo en poder y riqueza.
En una democracia, cuando las pasiones de la instrucción se aquietan, cuando la Sala se reúne y se inicia el juicio, la única protección posible es la que se deriva del imperio de la ley. A pesar de que cada juez por separado se empeñe en demostrar que es hijo de su padre y de su madre, cierta impasibilidad difumina sus rostros cuando juntos administran justicia.
Y así, al final, la justicia acaba por igualar a todos y por devolver al común de los ciudadanos la confianza de pertenecer a sociedades civilizadas. Ciertamente, mostraría un grado de civilización más elevado que al leer las páginas de política no tropezáramos con noticias propias de la sección de tribunales. Mientras esto no sea posible, sería un alivio que los dirigentes de los partidos políticos afectados por autos y sentencias judiciales midieran sus palabras antes de echar la lengua a paseo. Confrontados duramente a su peor pasado, los socialistas tendrán que calibrar las consecuencias de insistir en que el Tribunal Supremo ha condenado a unos inocentes por motivos políticos; y el presidente del Gobierno, si le fuera posible, debía medir el resultado de atribuirse con su habitual y torpe gallardía el cierre del diario Egin.
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