_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La izquierda y la utopía

José María Ridao

A juzgar por la frecuencia con que aparece en público, el recurrente debate sobre la identidad de la izquierda, sobre las políticas y soluciones que deberían caracterizarla, parece sugerir que, en contraposición, las alternativas conservadoras ya habrían encontrado la suya. Que mientras en un lado se viven los cambios actuales desde la perplejidad y el desconcierto, en el otro se sabe exactamente lo que se quiere, se conoce punto por punto y etapa por etapa la estrategia que habrá de conducirnos a la abundancia, al pleno empleo y -esta vez sí- a la satisfacción definitiva y al fin de la historia.Frente a esta convicción por reflejo, frente a esta idea de que, como la izquierda reconoce no saber, los demás tienen que saber por fuerza, nada parecen poder ni las contradicciones ni las evidencias más palmarias. Por lo que se refiere a aquéllas, ¿no existe acaso cierta incoherencia en sostener que los partidos conservadores conocen las soluciones y los de izquierda no y, simultáneamente, que hoy no existe diferencia entre las políticas de unos y de otros? Y por lo que hace a las evidencias, ¿alguien puede dar cuenta de la alternativa que prepara la oposición conservadora para arrebatar a Tony Blair el favor del electorado británico? La progresiva adopción de los temas de campaña de la ultraderecha, como la inseguridad ciudadana, la inmigración y, en estos días, la preferencia nacional, ¿han de considerarse como prueba de que, en efecto, los conservadores franceses disponen de una identidad precisa y de que saben realmente lo que hay que hacer?

Desde luego, sería falso, y hasta tal vez injusto, no reconocer que existen razones coyunturales en las dificultades que encuentran los partidos que pasan a la oposición a la hora de definir políticas para recuperar el poder. Dificultades relacionadas muchas veces con la consolidación de los nuevos liderazgos, la recomposición de las relaciones con grupos sociales afines que vieron, no obstante, defraudadas sus expectativas o la reversión de estados de opinión que son fomentados y mantenidos más allá de lo que, en ocasiones, permitiría la realidad o incluso la buena fe. Pero sería igualmente falso negar que, junto a las coyunturales, existen también razones de fondo, auténticas corrientes subterráneas cuyo eco va ganando poco a poco la superficie y que quizá convendría no ignorar o desatender durante mucho más tiempo.

En este sentido, los resultados de buena parte de los procesos electorales que han tenido lugar en Europa durante los últimos años parecen apuntar a la consolidación de una inercia perversa. El fenómeno comienza cuando algunos partidos que desde la oposición critican con ferocidad las políticas de los Gobiernos no dudan en continuarlas tan pronto las urnas dan la vuelta a las respectivas posiciones. En estas circunstancias, quienes salen del Gobierno se quedan literalmente sin margen para la tarea de oposición. O peor aún, el margen del que disponen es el que media entre el silencio y el descrédito de la política. Es decir, o aceptan por responsabilidad las políticas anteriores que el nuevo Gobierno continúa y, por tanto, han de callarse o retroalimentan la inercia -la perversión de la democracia- diciendo ahora digo en donde antes no sólo dijeron, sino que también hicieron, Diego. Mientras que el final de este círculo vicioso no puede siquiera intuirse, las consecuencias son palpables e inmediatas: crispación, sectarismo, aspavientos mediáticos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Junto a esta inercia, junto a este carrusel en el que lo que importa no es lo que se dice, sino desde dónde se dice, es posible intuir otra razón de fondo, otra corriente subterránea que tal vez explicaría muchas de las acciones y omisiones de los partidos, tanto de la derecha como de la izquierda. Hoy la utopía ha cambiado de signo, hoy no forma parte del arsenal ideológico de quienes defienden la igualdad, sino de quienes defienden la eficacia. En este sentido, la vigente representación del futuro no perfila como hasta ahora un mundo en el que, pese a la escasez de los recursos, el poder habrá garantizado las mismas oportunidades para todos. Por el contrario, lo que la nueva utopía sostiene es que, gracias a la tecnología y los mercados, la gestión será tan eficaz que la abundancia hará de la igualdad un valor de segundo orden.

Si el conservadurismo se encuentra tan confortable en el discurso de la globalización y, en el fondo, la izquierda tan insegura a la hora de enfrentar el pensamiento único, ello se debe a que ni uno ni otra han puesto de manifiesto el carácter utópico de la actual descripción del mundo que viene. Por lo que se refiere al primero, ¿qué otra posición cabría esperar? ¿Entraría dentro de la lógica que quien defiende el advenimiento de una sociedad donde se asignaran óptimamente los recursos diga, al mismo tiempo, que se trata de un sueño tal vez irrealizable? La izquierda, por su parte, no ha conseguido desembarazarse del prejuicio de que la utopía es consustancial a sus planteamientos, de que ella, y sólo ella, detenta el monopolio de configurar el porvenir. Sin embargo, ni fue así en el pasado -antes que izquierdista, la utopía fue platónica, cristiana, ilustrada o incluso colonial- ni lo es ya, se quiera o no, en el presente. Es probable que la tensión cruzada entre aquel silencio y este prejuicio haya impedido identificar el principal cuerpo de doctrina de nuestro tiempo como lo que es en realidad, como una nueva formulación utópica.

Así, el valor del pensamiento único no reside tanto en las respuestas económicas que ofrece aquí y ahora cuanto en el hecho de que las ofrece en la perspectiva de una globalización limitada, del seguro advenimiento de una sociedad de la abundancia. Sin embargo, la globalización, esa globalización, es un pronóstico. Un pronóstico hecho como todos: desde datos parciales, enfatizando los que convienen y soslayando los que no encajan, forzando el significado de las proposiciones. En este sentido, se consagra mucha atención y mucho espacio a las economías emergentes, pero no a las que no emergen. Se proclama con indisimulada satisfacción que los intercambios diarios en el mercado de divisas equivalen al 80% de las reservas mundiales, pero no que sólo el 5% de esas transacciones corresponden a bienes y servicios. Se ensalzan, en fin, los efectos positivos de la liberalización de los mercados de capitales, bienes y trabajo, pero no se señala que mientras la liberalización de los dos primeros se refiere al ámbito internacional, la del mercado laboral afecta exclusivamente al doméstico, esto es, a las condiciones de empleo y de despido dentro de un país, y no a la libre circulación a través de las fronteras.

Si la izquierda se pregunta hoy sobre su identidad, sobre

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior

sus rasgos distintivos, ello podría obedecer en gran medida a que ha tomado por destino inexorable lo que no es, probablemente, más que la nueva utopía de nuestro tiempo y que ya no le pertenece. El estrecho margen de que cree disponer para formular sus políticas y soluciones dependería menos de la realidad, de los procesos económicos realmente en curso, que del pronóstico que los toma como base. Desde esta perspectiva, ¿de cuántas opciones habría dispuesto un teórico liberal que, a la vista de la revolución rusa y de la efervescencia de los partidos comunistas europeos, hubiera concluido que, en efecto, el proletariado tomaría el poder mundial y se llegaría a la sociedad sin clases? ¿De cuántas opciones dispondrá, pues, una izquierda que, a la vista de la deslocalización, el crecimiento espectacular de los mercados financieros o el progresivo debilitamiento del Estado, dé por cierta la utopía de la eficacia?

Contra lo que suele ser moneda corriente en el pensamiento de buena parte de la izquierda, la utopía no ha sido sólo un sueño cordial y generoso, sino también, y sobre todo, la quimera, la dimisión de la razón que propició algunas de las mayores calamidades que ha padecido este siglo. Su capacidad para justificar el sufrimiento presente en virtud de la felicidad futura, para reducir aberraciones y atrocidades a meros incidents de parcours, que en nada cuestionan los objetivos últimos y radiantes, ha hecho de ella la herramienta idónea para la intolerancia y el autoritarismo. Es en esta constatación, en esta autocrítica, donde la izquierda podría encontrar los argumentos para recuperar la iniciativa. Frente a los apóstoles y visionarios de la nueva utopía, debería recordar cuál ha sido su propia experiencia, evocar la lección del pasado más reciente. Algo tan sencillo como que el reparto de las privaciones y esfuerzos que exige cualquier cambio no sólo debe ser equitativo entre quienes viven hoy, sino también entre éstos y quienes, en teoría, se beneficiarán después de sus efectos. Como bien demostró el hundimiento de los regímenes del Este, sacrificar a unos en aras de los otros equivale, en realidad, a condenarlos a todos. Ése es el riesgo de mirar únicamente en dirección al porvenir globalizado, de no albergar duda ninguna sobre su inminencia y de pasar por encima de sus costes y de quienes no tienen más opción que sufragarlos.

José María Ridao es diplomático.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_