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Pulpa lasciva

Si las erratas no existieran (¡mambo!), me imagino que el que esto escribe maldito interés tendría en leer de nuevo lo suyo cuando aparece publicado luego; pero, dado que existen a su antojo, entre mallarmeanas y sainetiles, igual que los lunares y las verrugas sobre la cáscara o la piel, pude yo interesarme el otro viernes bendito en ver que, en el contexto de un banquete soriano aquí evocado, el verbo ocasional introducido ("elegieron") optaba de raíz por contagiarse del borbollón del jalear sureño y de la gravedad de lo elegiaco. Y otras cosas había de esa guisa, lector, aunque lo más extravagante fue el relleno (en adhesiva clave de la) dentro de aquella simple frase donde al fin asomaba mi ignorancia: "Lo que yo no sabía (...) es la afilación de Soria por el mango". Afilación: ¡así cualquiera es hermético! Como si la pura afición, que ya es de por sí pasional, necesitara encima afilarse y convertir el mango en estaca.Total, que en esas menudencias epilogales andaba uno cuando otro, el escritor Alberto Ruy Sánchez, tuvo el detalle de enviarme un regalo, que es un libro que ni a propósito para sacarle el jugo a lo mangoneado la pasada semana en estas mismas páginas culturales: Cuerpos en bandeja (Frutas y erotismo en Cuba), de Orlando González Esteva, con suculentas ilustraciones de Ramón Alejandro (Artes de México, México, 1998). Por supuesto, este hermoso volumen contempla, junto a otras tentaciones tropicales, las delicias del mango (mangifera indica), aunque sin latinajos ni referencias a los orígenes (Ceylán, India, Malasia), con lo cual se despoja de paréntesis tecnicistas y deja que el autor enseñe por las buenas su propósito, su prosopapaya y su bananeo.

La atinada intención del cubano González Esteva, de quien yo sólo había leído un estupendo Elogio del garabato, cabe en estas palabras: "A la hora de cortejar a la poesía, suelo tener alma de tilonorrinco, ese pájaro australiano de enramada que Gerald Durrell admiró y que a la hora de buscar pareja construye un estrafalario templo de amor con los materiales más variados, desde montones de hierba hasta piedrecillas, conchas, hebras de lana de distintos colores, boletos de autobús y papel de cajas de cigarrillos. El tilonorrinco se ha instalado en mi prosa, y he acabado derivando un placer singular de la yuxtaposición de la más diversa gama de textos y autores".

Así, al llegar al mango, fruta que tanto nos preocupa desde que estuvimos en Soria, mezcla el autor citas mangosas de José Jacinto Milanés, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Abilio Estévez y Abelardo Estorino. Este último, en su obra de teatro Los mangos de Caín (buen título para desviar la mirada divina de la quijada de Platero a otras partes no menos contusivas), muestra al primer fratricida de la humanidad enamorado locamente de Eva, madre suya y madre nuestra, quien le habla, en plena y sosegada viudez, de cómo era la vida en el Paraíso antes de la caída: cuando andaba desnuda la inocente pareja, el viento removía el flequillo de Adán, las noches eran claras y dormían los dos a pierna suelta sobre los prados apacibles. Nostálgica y maliciosa, recuerda Eva: "¡Qué frutas! Los mangos eran tan dulces que debían haberlos llamado ambrosía. Pero por entonces no teníamos un buen diccionario". Orlando González Esteva, con datos al apoyo y sonrisueño, da por sentado que fue en Cuba donde estuvo al principio el Paraíso y que la fruta tentadora tuvo que ser, por fuerza, tropical.

De ahí, tal vez, lo que pronto apunta con precisiones lezamescas: "Esta manía de algunos cubanos de llevárselo todo a la boca, como si no hubieran superado la fase oral, esa edad en la que el niño experimenta el mundo a través de ella, puede dar origen a una poética: la poética del poema que sabe bien, y no digo que suena bien, sino que sabe bien, que da gusto rumiar, paladear, como si al recitarlo, en vez de llenársenos de palabras la boca, se nos llenara de pulpa". Y además: "No cabe duda de que todos los sentidos del cubano coinciden en el paladar. Vemos, oímos, palpamos con el paladar". Un paladar que toma por vulva la papaya (en brasileño, mão-mão), el plátano por complemento directo del refrigerio anterior, el mamoncillo por pezón y ombligo, el aguacate por testículo, el mamey por tetica, el marañón (cuyo jugo astringente recompone las virginidades perdidas) por oreja y riñón o el caimito por labios verticales de mujer.

Paladeo lascivo, pues, entre tanto corrimiento semántico. Y, para volver al mango (que debe ser, como el mantón, de Manila), nada mejor se me ocurre que dedicarle a Orlando González Esteva, en agradecimiento por su bandeja, tres piezas del cancionero cubano que en su libro no figuran: el pregón Se va el manguero, de Adolfo Rodríguez, interpretado por Miguelito Valdés; el pregón de Gilberto Valdés, Mango, manguito, mangüé, que interpreta otra Valdés, a la de tres Merceditas; y, sobre todo, la didáctica guaracha de los años cuarenta, En tiempo de mangos, de Julio Cuevas, pulpa lasciva en boca del cantante Orlando Guerra, más conocido por el sobrenombre de Cascarita. Es éste quien nos advierte que hay mangos duros y blandos, que su cáscara es resbalosa y que, al ser la semilla tan sabrosa, hay quien se duerme chupando. "¡Peligro!", gritaba el otro Orlando, pues "aunque el mango sea sabroso,/ es un poco peligroso/ tragarse la semillita". ¡Choteo del diminutivo, salido lubricado de la sin hueso!

Eso. Y, de paso, que de lo óseo también chorrea un nuevo verbo, edénico, al lado de rumiar, paladear, saborear y atragantarse: chupar. Lo aconseja otra guaracha: "Si tú quieres reír,/ si tú quieres bailar,/ chupa, chupa, chupa,/ chupa, chupa más./ Si tú quieres gozar,/ ay, aprende a chupar". Eso sí, sin la pequeña errata selectiva que, a bocajarro y en crudo, confesó el Nono Morales: "¡Qué problema!/ Yo quise comerme un coco,/ me comí una berenjena".

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