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FERIA DE SAN FERMÍN

El toro filósofo

Encierro accidentado y lento en el estreno de los Peñajara

Los animales no se lo podían creer. Allá en su finca cacereña, el mayoral les había hablado de una tierra tranquila en la que los mozos adoran a los astados. "Somos toros, luego nos quieren", rumiaba para sus adentros el más versado de los cuadrúpedos en las artes cartesianas. De hecho, en el corralillo de Santo Domingo se oyó toda la noche un rumor de nervios y expectación. "Hoy debutamos en los célebre Sanfermines", se decían unos a otros los seis brutos marcados a fuego con el hierro de Peñajara. Por su parte, los cabestros, mucho más tontos que sus primos bravos pero en la misma medida conocedores del percal, intentaban desengañarlos:"Tranquilos, los fines de semana todo es diferente".Salían los animales cuesta arriba a golpe de gran petardo y ya las cosas pintaban confusas. Delante, una piña de jóvenes desusada. El ilustrado de antes fue el primero en cruzar un comentario: "¿Esto es siempre así? No se ve el camino. Todo fluye". Debajo, en el suelo una capa pegajosa de las más diversas sustancias, servía una improvisada pista de patinaje. El encierro, en consecuencia, fue lento. Durante los tres minutos que duró no hubo más que caídas de toros, mozos, turistas, ebrios y sobrios.

Un joven pamplonés de nombre Gorka exhibía un chichón del tamaño de una castaña. "Fue al salir a correr de la curva de la Estafeta. No sé que ha pasado. ¿Me he tropezado, me han apartado, he resbalado?", decía. Pese a los patinazos, no se registró ningún herido de consideración. Lo más serio de todo el encierro: un madrileño de 40 años con cuatro costillas rotas.Sus carnes probaron las pezuñas de los animales cuando al principio del encierro el visitante de la capital cayó de bruces.

La manada

Se vivió de todo. Subía la manada la cuesta de Santo Domingo, cerca de la curva del hospital, y uno de los astados color castaño ya había dado por finalizada su bestial paciencia. La emprendió a derrotes con la multitud apostada en el lado izquierdo. Ni uno de los arreones, de forma casi milagrosa, hizo carne. Cruzaba la manada la plaza del Ayuntamiento y los detritus de una fiesta eterna invirtieron el orden natural de las pesadas anatomías de los bureles: las patas arriba, los cuernos rayando el recio adoquinado. Con ellos, varios corredores se aprestaron a imitar tan poco aerodinámica postura. El desconcierto cundió entre los brutos.La Estafeta la tomaron agrupados. Pronto, se disgregaron y empezaron a verse carreras con poderío a un palmo de los pitones. Eso sí, para entonces muchos toros mantenían un ritmo trotón y cansado entre la nube más densa de mozos que ha visto el presente San Fermín.

Todos los animales entraban en la plaza. Delante de las astas, unos cuantos y buenos corredores. Los demás, abrazados al lomo, brincando en el rabo o alborotando en la cuneta. Todos los toros, menos uno. Éste, rezagado, exhibía un cansancio que se antojaba existencial. En su cabeceo abrumado se leyó su identidad. Era el bruto pensador que no quiso entrar al ruedo sin dejar su última sentencia: "Dijo alguien que el hombre es un lobo para el hombre. Se me antoja que muchos de ellos -sobre todo éste que llevo agarrado al lomo- son auténticos merluzos en los que se refiere a los toros". Luego vendría la corrida, peso esa es ya otra historia.

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