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Tribuna:HACIA EL EURONACIONALISMO
Tribuna
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La Unión Europea como burladero de la política nacional

La displicente, y muy poco reflexiva, respuesta del presidente del Gobierno a la sugerencia de Jacques Delors, Felipe González y otros de que el presidente de la Comisión Europea sea designado a propuesta del Parlamento Europeo, tras presentarse a las elecciones, confirma su renuncia a un proyecto ambicioso e identificable para Europa, su refugio en un discurso europeo de carácter defensivo.Huérfano de espíritu europeísta, atenazado probablemente por la responsabilidad de administrar con los menores retrocesos para España la herencia europeísta de González, recurre de forma obsesiva a un discurso de trinchera en la UE, ya se trate de la ampliación, la cohesión o la democratización, que apenas puede disimular un concepto de Europa propio de un contable, contribuyendo así a alimentar la acumulación de energía potencialmente disgregadora en la UE, en perjuicio, paradójicamente, de los intereses nacionales que se pretende defender. La erosión de la legitimidad social de las instituciones y las políticas comunitarias, del proyecto de integración en suma, constituye uno de los mayores motivos de preocupación para quienes creemos en la unidad europea. Analizar las causas y aportar ideas para afrontarlo es un ejercicio inaplazable de responsabilidad.

Durante décadas, la legitimidad social de la integración europea se basó en su contribución a la convivencia en paz y libertad de pueblos periódicamente enfrentados. Este proceso contribuyó, y se benefició de un periodo largo de progreso económico y mejora del bienestar que, unido a la división de Europa y la guerra fría, reforzaron esa legitimidad. En la última década, el impulso a la solidaridad comunitaria a través sobre todo de los fondos estructurales y de cohesión tomó una parte del relevo. Estas fuentes han compensado hasta ahora la ausencia de la legitimidad que las instituciones nacionales y regionales obtienen de la historia compartida, de las políticas -sanidad, educación, pensiones, asistencia social, promoción de empleo, seguridad- que perciben los ciudadanos, o de la participación democrática que hace que éstos se sientan protagonistas de la toma de decisiones y del control de las actuaciones públicas.

El alejamiento en la memoria de las épocas de enfrentamiento entre los actuales Estados miembros de la UE, la caída del muro de Berlín y la aparición de nuevos intereses geoestratégicos para algunos Estados miembros, la incapacidad de la UE para contribuir a resolver los nuevos conflictos como el de la antigua Yugoslavia, el impacto de la crisis económica de 1992-94 y la ausencia de respuestas comunes al paro, contribuyen a explicar el debilitamiento del espíritu europeísta.

Los síntomas son conocidos. Los gobiernos excitan su discurso nacionalista, en el que sus relaciones con la UE se miden en términos de saldo de lo que aportan y lo que reciben, su política europea adquiere una perspectiva exclusivamente nacional. La supranacionalidad se presenta como restricción, negación de la identidad propia, frustración de las aspiraciones de sus ciudadanos, coartada para las decisiones políticas impopulares, burladero de la política nacional. Los gobiernos pasan a ser cicateros en la transferencia a las instituciones comunes de competencias y recursos, y generosos en el traslado de responsabilidades de los resultados de su propia política, errónea, insuficiente o injusta. En este contexto, la unión monetaria, un paso histórico, lleno de oportunidades de progreso sostenido, que abre el camino para políticas que han dejado de ser viables a nivel nacional, acentúa el riesgo de convertir la UE en el chivo expiatorio de la política nacional, el destinatario de las frustraciones cuando el ciclo económico entre en fase recesiva o se produzcan crisis asimétricas, si no va acompañada de decisiones que refuercen la legitimidad de las instituciones europeas, con la circunstancia agravante de no disponer del proceso electoral y el cambio de Gobierno como fusible de la política europea.

Necesitamos una Europa políticamente fuerte, cohesionada, que constituya un auténtico proyecto compartido. Debemos trabajar para cargar las pilas del proyecto europeo rompiendo una inercia que nos arrastra por la pendiente del egoísmo nacional. Sólo los más fuertes salen ganando con la bandera del egoísmo. Por eso es tan urgente reforzar la legitimidad democrática del proceso europeo, en particular de la Comisión frente a los Estados miembros, pero al mismo tiempo someterla a las obligaciones de transparencia y control exigibles a las actuaciones públicas. La propuesta de elección del Presidente de la Comisión a propuesta del Parlamento va en esa dirección. Tengo dudas de si no se debiera ser más ambicioso, aunque menos pragmático, y proponer un esquema de elección directa del presidente de la Comisión, en elecciones simultáneas con las del Parlamento Europeo, unido a un refuerzo de los poderes legislativos y de control de éste. Ello aumentaría la autoridad política del Presidente de la Comisión, y permitiría mantener más fácilmente el consenso básico entre las grandes corrientes ideológicas europeas, socialdemócratas y cristianodemócratas, que han impulsado la integración europea.

La legitimidad se refuerza también con una mayor contribución de la UE a la coordinación de las políticas económicas para ponerlas al servicio del empleo; mediante la solidaridad comunitaria; cuando los ciudadanos perciben la contribución de la UE a la lucha contra la delincuencia y el terrorismo, o cuando observan que la UE realiza una contribución más activa a la paz, a la convivencia y a la solidaridad europeas e internacionales Se trata de que la UE comparta objetivos, y no sólo instrumentos, de desarrollar actuaciones vinculadas con las preocupaciones y el bienestar de los ciudadanos, de estimular la participación social y la legitimidad democrática del proceso de toma de decisiones.

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Si no se resuelve el déficit de legitimidad de la UE, no sólo el democrático, el potencial integrador del euro puede transformarse en una imparable fuerza centrífuga de notable capacidad disgregadora. Mientras tanto, nuestro Gobierno, muy ocupado cavando trincheras para defender las posiciones heredadas, y no se le deben regatear brazos, picos y palas para esa tarea aunque no se comparta la estrategia, renuncia a convertir el euro en un elemento de movilización para afrontar nuevos retos como país, y a ejercer liderazgo con un proyecto para Europa que nos libre de hacernos cómplices del vendaval de egoísmo nacionalista que se nos avecina.

Luis Atienza Serna fue ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación entre 1994 y 1996.

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