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¿Socialista y nacionalista?ENRIC FOSSAS

Cuentan los historiadores que en 1923, durante su viaje a Barcelona, Albert Einstein se reunió con Rafel Campalans y otros destacados miembros de Unió Socialista de Catalunya, quienes le explicaron su posición política como socialistas y nacionalistas. Según parece, el genial científico inquirió a sus interlocutores "¿socialista y nacionalista?", y sin esperar respuesta exclamó "das passt nicht zusammen!" (esto no encaja al mismo tiempo), aconsejando a los políticos catalanes abandonar su definición nacionalista. Convencidos de que en Europa el término se asociaba entonces al nazismo y la xenofobia, los socialistas pasaron a hablar de "fet nacional català" y se definieron como catalanistas y federalistas. Salvando las distancias, algunas de las cuestiones que entonces se plantearon a Unió Socialista de Catalunya también deben resolverlas hoy los socialistas catalanes: el modelo de partido, el tipo de socialismo, las relaciones con el PSOE y, por supuesto, la cuestión nacional. No es difícil encontrar su correlato actual: la necesidad de sobrepasar el partido con un movimiento, la búsqueda de un centro-izquierda radical, el des-acuerdo entre el candidato del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) y el del PSOE, y la formulación de un nuevo catalanismo político. Todas ellas desempeñarán un papel importante en los próximos meses y, posiblemente, no puedan abordarse separadamente. Pero quisiera detenerme sólo en la última; de ahí la evocación de la anécdota que abre estas líneas. Efectivamente, como en los años veinte, el nacionalismo tiene hoy mala prensa en Europa. Primero fue la sorpresa. Como hizo notar Isaiah Berlin, los profetas de nuestra época prácticamente desdeñaron un fenómeno que dominó gran parte del siglo XIX y para el que no se predijo ningún futuro significativo. Después vino el rechazo. Los intelectuales de peso lo han despreciado y lo han considerado algo patológico por su pretendido carácter premoderno, atávico, reaccionario y antidemocrático. Y, luego, claro, la realidad. Acontecimientos como los de Bosnia o Irlanda del Norte han mostrado las peores manifestaciones del nacionalismo. A todo ello debe añadirse el auge del ultraliberalismo y la incapacidad histórica de la izquierda -aquí y en todas partes- para abordar el fenómeno nacional. El resultado de todo ello ha sido una condena del nacionalismo en términos abstractos, sin distinciones ni matices; olvidando, curiosamente, a los nacionalismos fuertes y expansivos de los Estados. Es, pues, comprensible, la posición de Pasqual Maragall asegurando que "el nacionalismo es indefendible en Europa". Lo que pasa es que realizada por él, hoy y aquí, esta afirmación resulta difícil de compartir. En primer lugar, desdeñar o rechazar el nacionalismo sin más es confundir los deseos con la realidad. Sólo con un esfuerzo de fantasía podríamos imaginar el mundo actual sin él. Como ha escrito recientemente el profesor Gurutz Jáuregui, el nacionalismo está ahí, y nuestra responsabilidad consiste en trabajar con el objeto de favorecer la minimización de sus efectos perversos, y consolidar y fortalecer sus elementos positivos. En segundo lugar, deberíamos dejar de hablar de nacionalismo en singular y empezar a utilizar el plural nacionalismos para referirnos a este fenómeno. Y, desde luego, superar el maniqueísmo que los presenta a todos ellos como radicalmente malos o totalmente buenos. En cualquier caso, guste o no, Cataluña es lo más presentable del nacionalismo en Europa, y no es casualidad que en muchos países se haya erigido en un modelo, precisamente por su respeto a la democracia y las libertades, por su capacidad de integración y por su compromiso en la gobernabilidad del Estado. Unas cualidades de las que, desgraciadamente, no puede vanagloriarse el nacionalismo español a través de su fracasada historia. Por supuesto, ello no es mérito de una sola persona ni de un solo partido. Ni su valoración implica ignorar los errores y las deficiencias que el Gobierno catalán ha tenido en sus casi 20 años de mandato. Pero de ahí a presentar Cataluña como un país autoritario e intolerante bajo la opresión de un régimen nacionalista que ha narcotizado a la sociedad -excepto a ese selecto grupo de lúcidos intelectuales (autocalificado de) progresistas- media un buen trecho. Resulta hasta cierto punto grotesco que algunos políticos socialistas acudan a Cataluña a predicar la "España plural" porque, hoy por hoy, Cataluña es social, cultural y políticamente mucho más plural que cualquier otra comunidad autónoma del Estado. En tercer lugar, por fortuna o por desgracia, la cuestión nacional no ha desaparecido de la agenda política catalana. No sólo porque Cataluña vive un proceso histórico de nation-building (que, por supuesto, no empieza en 1978) en el que los próximos años serán decisivos para situarse en una nueva España, en una Europa integrada y en un mundo interdependiente, sino porque el catalanismo, en sus distintas variaciones, forma parte de la cultura política de este país como un núcleo mínimo de consenso que ya querrían para sí otras nacionalidades. Creer que esta cultura política nace con el pujolismo y pensar que va a desaparecer con él constituye otra fantasía del antipujolismo visceral, que ignora así una larga tradición de la izquierda nacionalista en Cataluña. Por último, que las distintas fuerzas políticas defiendan diversos proyectos políticos para Cataluña es necesario y saludable, siempre que todas ellas respeten el juego democrático y las reglas constitucionales. Que durante dos décadas sólo triunfe -democráticamente- una de ellas y monopolice la defensa de la identidad nacional y la recuperación del autogobierno ya es más preocupante, sobre todo si aquélla no dispone de un proyecto nacional claro. Pero todavía resulta más lamentable que quien legítimamente aspira a gobernar Cataluña se haya dejado arrebatar el catalanismo, renunciando a disponer de un proyecto nacional alternativo o, lo que es más triste, defendiendo un proyecto político para España, cuyo gobierno parece ser su principal objetivo. ¿Se puede acudir a las elecciones catalanas con un discurso sobre Cataluña basado en vaguedades sobre la España plural o con un simplón antinacionalismo catalán y, encima, pretender ganarlas? Creo que no hace falta ser Einstein para conocer la respuesta.

Enric Fossas es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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