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El país imaginario de unos y otrosJOSEP MARIA FRADERA

Josep Maria Fradera

El manifiesto Por un nuevo modelo de Cataluña del Foro Babel, publicado en este periódico el pasado 20 de junio, levantará las previsibles respuestas de aquellos que comparten la bondad de lo que se llama el modelo de Cataluña, el actualmente vigente. Esta constatación no debería ahorrar, sin embargo, los comentarios procedentes de catalanes no nacionalistas a los que los temores expresados por el Foro Babel nos parece que esconden algunos malentendidos que conviene discutir. Me animo a hacerlo respondiendo a su invitación y para evitar, insisto, una polarización que a muchos nos excluye de raíz. Llama la atención el diagnóstico, tan sesgado de nuevo, de la realidad catalana de hoy. Empezando por el punto más delicado y sensible, el de las lenguas en competencia y, en particular, su uso en el sistema educativo. Vayamos por partes y al grano. En la enseñanza primaria y secundaria se sigue enseñando, en toda Cataluña, en las dos lenguas. Ciertamente se están haciendo esfuerzos, desde la órbita gubernamental catalana, en la dirección del monolingüismo catalán. No obstante, el resultado final es que, con variaciones de grado, se enseña en las dos lenguas, con lo que se forman alumnos catalanohablantes que saben español, lengua en la que pueden expresarse sin excesivos problemas, mientras que determinados núcleos castellanohablantes hablan el catalán con dificultad y lo podrán usar con muchas limitaciones. En el interior de la sociedad catalana sigue habiendo un grupo realmente bilingüe, o diglósicamente bilingüe si se quiere, y otro que puede perfectamente, y así ocurre, mantenerse al margen de la lengua catalana y, por supuesto, del acervo cultural que ello implica. Los problemas de rendimiento escolar que esta división del trabajo pueda comportar no dependen tan sólo de la cuestión lingüística, como correctamente se indica; derivan de factores previos de marginación que no son imputables sin más al actual Ejecutivo autónomo. En la enseñanza superior es claro que el uso de las dos lenguas es de absoluta fluidez, con el añadido de una creciente presencia de otra lengua en competencia, el inglés, que gana terreno cada día. Pero vale la pena decir, aunque sea de paso, que a pesar del enorme esfuerzo hecho desde la primera mitad de los años setenta para dar al catalán un estatuto de lengua de alta cultura, no está nada claro que tal posibilidad se haya plasmado en la realidad del país, a excepción de algunos campos muy concretos. La cesura que representaron los años cuarenta y cincuenta ha resultado de efectos devastadores, pero es que además sobre estos procesos inciden factores estructurales fáciles de determinar. Sigamos un paso más en dirección al corazón de la sociedad catalana, más allá del sistema educativo. No es difícil darse cuenta de que el mundo productivo catalán, con la excepción de una paupérrima industria cultural, funciona en español. En términos de PIB, la desproporción sería apabullante. Ello se debe en primer lugar al factor mercado. ¿Quién va a convencer, en términos de coste, a un empresario para que utilice en su empresa las cuatro lenguas del Estado pudiendo sin problema alguno, no faltaría más, usar la mayoritaria? Pero es que España no es un país federal de momento, aunque les pese a los autores del manifiesto, que reclaman esta solución para contraatacar la redistribución de poder que se ha producido en los últimos años. España es un Estado unitario con autonomías que subsumen realidades muy diversas. Por lo tanto, se juega con un doble rasero: el de las obligaciones compartidas hacia el español y la cesión de espacios a las tres lenguas minoritarias. No es un principio de igualdad; la hegemonía del español sigue siendo el punto de sustentación fundamental de todo el sistema. Algunas de estas cosas se entendían al final del franquismo, pero la trayectoria de estos años ha complicado el panorama. Es cierto que en el mundo oficial e institucional catalán prima el catalán y lo identificado con el nacionalismo catalán en términos que el Foro Babel interpreta, correctamente, como la formación de un "Estado (catalán) imaginario" (entre paréntesis, otro sería difícil). La exclusión no es sólo del español o de los "españolistas"; de este modelo se excluye a los catalanes que, sin ser nacionalistas, no son "españolistas", quizá porque saben lo que del españolismo puede esperar. Ésta es la triste realidad, pero una realidad que resulta estridente en la medida en que contrasta con la fluidez nacional en el resto del territorio del Estado, donde incluso el más rancio nacionalismo puede hacer pinitos de admirable universalismo. Dos ejemplos de este universalismo tan elementales como los de Watson: el Estado promueve la defensa del español en el mundo, pero no la del resto de las lenguas del Estado, algo que tan sólo tolera cuando se impone por otros cauces y con una precariedad indiscutible; en segundo lugar, resulta difícil negar que, dada la importancia del tamaño del mercado en la determinación de las posibilidades de cualquier lengua, los obstáculos para que el área lingüística del catalán funcione como tal son enormes, e incluso puede cuestionarse que exista como tal. Pocas lágrimas han caído por ello por estos lares y en ciertos medios. Lo que duele es el pequeño retroceso de una lengua con varios cientos de millones de hablantes, no la rosellonización práctica del catalán en muchos terrenos, algunos del todo decisivos. El desequilibrio efectivo en la gran industria cultural en beneficio del español no se ha roto en absoluto en el periodo reciente; esperar que el mercado lo corrija es pura utopía. Frente a estas complejidades, la respuesta no puede ser la de invocar abstractamente los derechos del ciudadano, siquiera por coherencia histórica. El ciudadano no ha existido jamás, de 1789 hasta hoy, sin connotaciones nacionales. De ahí la simetría entre los proyectos nacionales español y catalán, salvando las distancias de tamaño y, por supuesto, de letalidad. De ahí que la única liberación real deba ser de ambos y a la vez. De ambos, pero no en el terreno retórico o escondiendo piezas del rompecabezas. Nadie debe ser en Cataluña discriminado por su condición de castellanohablante. Esta pretensión figura en el código genético del nacionalismo que nos gobierna, lo reconozca públicamente o lo practique en el día a día, pero desfigura uno de los legados más preciosos del antifranquismo en Cataluña. Reducir a los castellanohablantes a ciudadanos incapacitados para expresarse públicamente en su lengua, empezando por el sistema educativo, no es de recibo para la tradición de izquierdas en Cataluña ni para los catalanes no nacionalistas. Ahora bien, pretender que la afirmación del catalán como lengua no comporte el establecimiento de sistemas de protección es cosa muy distinta. Pretender que la comunidad castellanohablante podrá escoger un proceso educativo en la propia lengua y desenvolverse siempre así porque Cataluña es España, que es como el manifiesto debe entenderse más allá de ciertas concesiones poco convincentes, es no percibir que el camino iniciado en 1975 obliga a corregir muchas cosas. En este punto cualquier discusión futura enlazará con lo más interesante de la reflexión reciente sobre las limitaciones del modelo liberal clásico con sus ciudadanos, iguales en lo jurídico, pero sometidos a todas las desigualdades prácticas. Esto vale para todos y para todo, por supuesto. No es imposible pensar en un modelo que haga viable la igualdad real de derechos y la protección efectiva del catalán como lengua con un estatuto más débil, pero su posibilidad difícilmente vendrá de la mano del nacionalismo catalán en el Gobierno autónomo. En el caso de imponerse una solución que contemplase ambos supuestos, no desembocaríamos necesariamente en un estado de armonía -ni falta que hace, que decimos en catalán-, pero por lo menos podríamos distinguir el grano de la paja. En otros términos, la expresión de los derechos insoslayables de los individuos y de los grupos de la nostalgia del funcionario. Josep Maria Fradera es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra.

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