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Tribuna
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Política y crimen

Las comparecencias -anteayer- de Francisco Álvarez Cascos, actual vicepresidente primero del Gobierno del PP, y -ayer- de Felipe González, presidente del Gobierno desde 1982 hasta 1996, para declarar ante el Supremo como testigos han modificado el decorado del caso Marey: la búsqueda de las responsabilidades penales por el secuestro en diciembre de 1983 de un ciudadano francés dejó momentáneamente paso a la discusión en torno a las responsabilidades políticas por los sangrientos episodios de guerra sucia perpetrados a uno y otro lado de los Pirineos entre 1975 y 1986. Sin duda, el esclarecimiento histórico de ese oscuro periodo exige investigar el clima de tolerancia que posibilitó la cuasi impunidad de los mercenarios y bandas parapoliciales que atentaron contra los refugiados de ETA en el País Vasco francés; pero la vista oral del caso Marey tiene a su cargo tareas menos ambiciosas y más concretas.Entre junio de 1977 y octubre de 1982, la guerra sucia, disfrazada con diferentes siglas, causó una treintena de muertos: el asesinato en diciembre de 1978 de José Miguel Beñarán, Argala, que había participado en el magnicidio del almirante Carrero, produjo una enorme conmoción en los medios nacionalistas. Entre octubre de 1983 y febrero de 1986, ya bajo el mandato del PSOE, la lista de víctimas aumentó en casi otras treinta, esta vez firmadas por los GAL. Pero las generaciones del mañana no se preguntarán sólo por las responsabilidades políticas de esos crímenes y atentados, imposibles de perpetrar sin una cobertura organizativa de origen estatal capaz de proporcionar armas, dinero, documentación, infraestructura y cobijo a los asesinos a sueldo. También se interrogarán sobre las responsabilidades cívicas de las élites sociales y los líderes de opinión que durante aquellos cobardes años justificaron implícitamente la guerra sucia contra ETA, miraron hipócritamente hacia otro lado, fingieron no enterarse de su existencia o simularon creer la historia de que el Batallón Vasco Español y los GAL eran una creación de la patronal vasca. Por el momento, sin embargo, sólo se trata de saber si las responsabilidades penales por el secuestro de Segundo Marey, reconocidas ya por Sancristóbal, Damborenea y ocho funcionarios del Cuerpo de Policía, alcanzan o no al ex ministro Barrionuevo y al ex secretario de Estado Vera. Pero el vicepresidente Cascos, tal vez desazonado por el recuerdo de su comprometedora conversación en diciembre de 1994 con el abogado de Amedo y Domínguez (condenados a 108 años de cárcel por varios delitos de asesinatos frustrados) a requerimiento y en presencia del director del diario El Mundo, repitió la artimaña ya ensayada hace dos meses en la Comisión Constitucional: provocar un aparatoso incendio retórico en la sala para huir de las preguntas incómodas en medio del humo y la confusión producidos por el escándalo. Así, Cascos aplicó el acreditado método Ollendorf para desplazar indebidamente hacia el territorio político, a extramuros del Supremo, su réplica sobre cuestiones relacionadas con la culpabilidad o inocencia penal de los inquilinos del banquillo; ahora bien, el ámbito adecuado para vocear su acendrada "convicción" de que González es políticamente responsable por acción o por omisión de la "gestación, nacimiento, organización, financiación y finalización de las actividades terroristas de los GAL" no es el Supremo, sino el Congreso.

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La estrategia diversionista de Cascos impidió conocer el papel desempeñado en esta sórdida historia por Pedro J. Ramírez, muñidor de su entrevista con el abogado de Amedo y Domínguez. El director del diario El Mundo tiene bien acreditada su vocación de perejil de todas las salsas: como celestino de la pinza entre Aznar y Anguita contra los socialistas en la anterior legislatura; como correveidile del ex coronel Perote y como alcahuete de Conde en el chantaje del ex banquero al Estado en 1995; como mamporrero de la compra de Antena 3 por Telefónica en 1996. Aunque Ramírez apele al secreto profesional a fin de justificar la decisión de hurtar a sus lectores informaciones tan relevantes para el interés público como esos episodios, ningún código deontológico aceptaría esa burda coartada, mera tapadera periodística destinada a encubrir intrigas políticas y operaciones financieras inconfesables.

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