Política lingüística y clandestinidadM. VÁZQUEZ MONTALBÁN
Hace algunos años me obligué a poner por escrito mi posición personal ante la cuestión de la lengua en Cataluña, venciendo la sensación de angustia, de incomodidad visceral, que esta cuestión me ha provocado desde que en cierta ocasión una intelectual de escritura catalana me acusó, entre otros, de pertenecer al ejército de ocupación lingüística. Asumiendo mi carácter de lingüísticamente fronterizo, llegué a la conclusión de que el catalán ha sobrevivido como lengua interpersonal y de cultura porque tenía vigencia en ambos territorios, pero también gracias a una voluntad política no sólo activada por la conciencia externa de unas vanguardias voluntaristas, sino, muy fundamentalmente, por la voluntad de un amplio y complejo tejido de la sociedad civil. El problema real actual se plasma no tanto en términos de supervivencia como de normalizar la plena salud de una lengua hegemónica dentro de la nación catalana, pero obligada a una constante tensión por la cohabitación con el español. El rearme lingüístico nacional frente al español me parece necesario, no ya porque todavía hoy la correlación de fuerzas objetiva se inclina por el idioma del Estado, sino porque sigue sin clarificarse la condición de cohabitación entre el catalán y el español en Cataluña especialmente, pero también en el Estado. Una mera actitud a la defensiva del idioma pequeño frente al idioma grandullón ayuda a perpetuar una filosofía del desquite que en estos momentos puede hacer más daño que bien a la cohabitación. Obsérvese que utilizo cohabitación lingüística y no bilingüismo, desde la perspectiva de que el bilingüismo o el trilingüismo es una situación social y la cohabitación es a la vez situación y disposición cultural. Al tiempo que el catalán se defiende reafirmándose como lengua hegemónica, el sujeto histórico que guía esa operación debería abordar sin prejuicios ni segundas intenciones las reglas de cohabitación con la lengua española, que no se resuelven mediante meras reglamentaciones de pupitres y codazos escolares o de padres de escolares. O se crea una atmósfera de cohabitación que junto con la afirmación de la naturalidad hegemónica del catalán no suscite una no siempre soterrada operación de atrofia, incruenta pero progresiva, del castellano en Cataluña, o la crispación a este respecto aparecerá y desaparecerá como un Guadiana con las compuertas trucadas por las correlaciones de fuerzas políticas. La gran trifulca de 1995 debe servirnos de experiencia. Los denunciadores del genocidio contra el castellano en Cataluña eran utilizados por los interesados en que fracasara el pacto PSOE-Convergència. La vida de las lenguas está por encima de las estrategias y superestructuras políticas, pero desde aquellas fechas ha cuajado un frente de resistencia frente a la expansión institucionalista del catalán que es un factor nuevo y no precisamente tranquilizador. La política lingüística de la Generalitat se ha orientado exclusivamente a la reconquista de territorios ocupados, pero no ha demostrado un cambio de actitud hacia los miles y miles de catalanes que al emplear la lengua en otro tiempo ocupante le dan un carácter de lengua natural, naturalísima, ya no identificable con la de la Guardia Civil, la policía armada, la brigada político-social, los aparatos virreinales de España o la burguesía catalana franquista inventora del astellano. Los países son sus gentes y no sus metafísicas. Habría bastado una política de gestos propicios hacia esas gentes catalanas de habla y escritura española para que la lógica presión de expansión del catalán apenas hubiera suscitado resistencias. Bastaría con cambiar el chip de política lingüística en la clandestinidad para asumir la soberanía sobre las dos lenguas cohabitantes. De lo contrario se propicia un planteamiento conflictivo, guerrillero, y se sientan las bases de una batalla lingüística que al margen de los intereses del PP, que la ha utilizado con el más irresponsable oportunismo electoral, puede acabar peligrosamente encarnada en las masas. En este contexto, pasos tan comprensibles como el de pedir que en los futuros billetes del euro la cara española reúna las diferentes lenguas que se hablan en España o el de presionar para que se doblen más películas al catalán adquieren apariencia y tono de operación de acoso y derribo, que sin duda suscitarán campañas en contra y una vuelta más de tuerca en la conversión de una cohabitación inteligente en una confrontación de previsibles derivaciones. Sería recomendable una política lingüística soberana y, ¿por qué no?, cariñosa con el castellano que hablan y escriben muchos catalanes. De no producirse, me lavaré las manos y me consolaré sin ton ni son. Por ejemplo me diré "siempre nos quedará París" o "la lengua, para quien se la trabaja".
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