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La administración del desacuerdo

Lo natural en la coexistencia humana es el desacuerdo. Cada ser humano es un individuo irrepetible y, en consecuencia, lo natural es que no esté de acuerdo nada más que consigo mismo. Puede sentirse más próximo o más afín a algún o algunos otros seres humanos, pero totalmente de acuerdo no va a estar nunca con nadie.Si esta tendencia natural del ser humano al desacuerdo se llevara hasta sus últimas consecuencias, la convivencia sería imposible. Justamente por eso, la convivencia humana, a diferencia de la coexistencia animal, no puede ser natural. Tiene que ser artificial, es decir, política.

La política es, esencialmente, un artificio inventado por los seres humanos para gestionar los desacuerdos personales. En esto es en lo que se diferencia la convivencia humana de la pura coexistencia animal. Y contemplada desde esta perspectiva, la democracia no es sino la forma más acabada, por el momento, de administración de los desacuerdos. El principio de mayoría complementado por la protección institucional de la minoría. Ésta es la regla de oro de la democracia.

El talón de Aquiles de la democracia ha estado y sigue estando en que esa regla de oro no preside la vida de los partidos políticos, que son los actores fundamentales e insustituibles del sistema democrático. La protección dispensada al desacuerdo en la competición interpartidaria no se ha extendido a la competición intrapartidaria. La administración autoritaria, cuando no abiertamente dictatorial, del desacuerdo ha sido frecuente en el interior de los partidos políticos. De todos sin excepción. Aunque con diferencias nada desdeñables. No conviene olvidarlo.

Obviamente, la regla de la competición interpartidaria no puede ser la misma que la de la competición intrapartidaria. Pero una cosa es que no sea la misma y otra que sea diametralmente opuesta. No creo que en el tiempo en que es posible hacer predicciones se extienda a la minoría en el interior de un partido las garantías que existen a favor de la minoría en la organización constitucional del Estado. Pero la tendencia tiene que ser a la aproximación entre una y otra.

En todo caso y mientras esa aproximación se produce o no, es de la máxima importancia evitar la traslación a las instituciones de los procedimientos autoritarios de administración del desacuerdo propios de los partidos políticos. Esto es lo que hizo el Tribunal Constitucional en el año 1983 al declarar anticonstitucional el artículo 11.7 de la Ley de elecciones locales de 1978, que establecía que la expulsión de un concejal de un partido conllevaba la pérdida del cargo. La protección de las instituciones, decía el Tribunal, frente a la administración de los desacuerdos por parte de los partidos políticos es una exigencia constitucional.

Pero con el establecimiento de esta exigencia en la Constitución y su protección por la jurisdicción ordinaria y constitucional no basta. Esta exigencia no sólo tiene que ser respetada por los partidos, porque no puede no serlo, sino que tiene que ser interiorizada por ellos. Un desacuerdo intrapartidario no debe dar nunca lugar a una operación de desgaste institucional.

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Y menos en un Estado políticamente descentralizado, en la que los equilibrios son muy complicados. Preferir partido sin Gobierno a Gobierno sin partido puede parecer una ocurrencia brillante. En cuanto se reflexiona un poco, se advierte que no es más que una manifestación de autoritarismo.

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