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Segura

JAIME ESQUEMBRE En la Vega Baja muchas cosas huelen mal, pero nada comparable con el Segura, esa serpenteante línea por la que circula una masa viscosa y marrón a la que llaman río y que figura en color azul en la cartografía. El Segura tiene de río el nacimiento, en la sierra jienense del mismo nombre, y unos cuantos kilómetros de recorrido, porque en cuanto toma contacto con las conserveras, y conforme cruza núcleos de población, ya deja de ser corriente natural para convertirse en lo que es hasta su desembocadura en Guardamar: una cloaca en la que ya ni siquiera aparecen peces muertos. Porque no hay. El Segura nace en Jaen, muere en Murcia y recibe sepultura en Alicante, ya descompuesto. Hace años que en Orihuela dicen que huele como un muerto, y la población se protege de sus pestilentes efluvios con pañuelos o mascarillas, porque nada bueno puede salir de ese líquido. Como tantas otras veces, el ciudadano se ha echado a la calle para protestar. Lo ha hecho de forma multitudinaria, en masa, con fuerza. Y, también como tantas otras veces, los órganos de poder se han puesto de su lado, porque ya se sabe que siempre es mejor tener al enemigo al lado que enfrente. Hasta los agentes contaminadores claman por la regeneración del río, al ver que las confederaciones hidrográficas y los gobiernos, de quienes depende la salud pública, participan sin rubor en las manifestaciones por el saneamiento del Segura. Si la descontaminación del Segura depende de los gobernantes, ¿a qué viene su participación en los actos de protesta?, ¿reclaman acaso una intervención divina? En Alicante protestan porque el río les llega muerto, y en Murcia aseguran que sólo lo dejan herido. Sus representantes viajan y celebran reuniones casi a diario. La población se tranquiliza porque ve movimiento, y hasta los hay en Orihuela que se atreven a salir de casa sin mascarilla. Es la magia del lenguaje político, que rara vez cruza la línea de las voluntades y los compromisos. Pero el Segura sigue muerto.

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