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Elogio de la ambigüedad

José Álvarez Junco

«Nunca abandonaré la casa de Muumbi», dice el juramento ritual de la tribu kikuyu de Kenia, según narra Harold Isaacs en su libro clásico Los ídolos de la tribu. Muumbi es la madre progenitora de los kikuyu, y su casa es el útero del que todos ellos nacen y el hogar que les alimenta. Sería un error -sigue Isaacs- creer que tal fenómeno sólo ocurre en Kenia. El mundo entero está lleno de Muumbis, que albergan miles de úteros de los que todos creemos proceder y de los que depende nuestra propia estima, nuestros valores, nuestras ideas sobre el bien y el mal. Todos estamos anclados en identidades colectivas que, además, nos han sido dadas, sin derecho a opción previa. Nacemos con unas características físicas de las que no podemos escapar (y a las que de inmediato se adscribe un significado cultural), nos ponen un nombre que revela una procedencia y que marca muchas de las futuras conductas (propias y ajenas), aprendemos antes de tener conciencia de ello una lengua y unas formas específicas de relacionarnos con los demás, e incluso con frecuencia se nos inculca desde niños una religión a la que la mayoría permanece fiel toda la vida. Todos ellos son rasgos que compartimos con otros seres humanos, lazos que nos vinculan a un grupo o colectividad. Algún que otro cosmopolita o rebelde puede distanciarse del grupo y zafarse, no sin esfuerzo, de parte de estas ataduras; pero difícilmente pretenderá no tener nada que ver con su cuerpo, con su nombre, con su lengua. La inmensa mayoría, por lo demás, se refiere a estos datos culturales, más que a sus méritos individuales, como fuente de dos sentimientos cruciales en la formación de la personalidad: la identidad y la autoestima. No es mero azar que, a lo largo de toda la historia humana, la gente haya exhibido de mil maneras símbolos que proclamaban su vinculación con un grupo al que creían digno y honorable, cuando no abiertamente superior a los demás.Hasta hace relativamente poco, sin embargo, esta necesidad no se expresaba en términos nacionales. Los individuos presumían de un apellido que les conectaba con cierta familia o linaje al que se atribuían hechos gloriosos en el pasado; o desfilaban orgullosamente en procesiones portando los símbolos de su barrio, gremio o cofradía; o peleaban encarnizadamente en nombre de una u otra religión. Era un mundo complejo, en el que se entrecruzaba un infinito número de divisiones y jerarquías: razas, lenguas, religiones, linajes, estamentos, comarcas. Un mundo que desapareció, al menos en Europa, como consecuencia del devastador impacto de las revoluciones políticas, económicas y demográficas de los últimos dos siglos. Pareció entonces que aquel corporativismo entrecruzado iba a verse sustituido por un individualismo atomizador, pero lo cierto es que comenzaba el reinado de otro tipo de identidad colectiva: la nación. Aquellas múltiples y elaboradas fuentes de orgullo se vieron sustituidas, en una casi mágica operación de simplificación, por la referencia nacional como casi única expresión de pertenencia a un grupo. Hacia 1900, para un europeo al que preguntaran sobre su identidad había una respuesta que dominaba sobre cualquier otra: podía ser médico, viejo, homosexual, presbiteriano o melómano, pero ante todo y sobre todo era Alemán, Francés, Inglés; con mayúscula todo, con solemnidad y fanfarria de fondo. Y aquellos gentilicios se remitían, además, a estereotipos muy elaborados: un «carácter» o forma de ser, expresado en una serie de creaciones culturales y logros políticos. Porque las unidades políticas que habían nacido o conseguido sobrevivir tras el derrumbamiento del antiguo régimen se habían legitimado por su identificación con una cultura homogénea y monolítica que venía de la noche de los tiempos, expresión a su vez de un «espíritu nacional». El inmenso fraccionamiento heredado de los milenios anteriores se había resuelto de un plumazo declarando a una cultura «oficial» y todo lo demás desviaciones de importancia secundaria: dialectos, según el significativo término acuñado para referirse a las variantes lingüísticas. Los libros de historia se habían rehecho para poder presentar el pasado como un largo proceso de antecedentes dirigido hacia el surgimiento providencial del Estado nacional. Y la cultura nacional, para colmo, se sacralizó, reemplazando así a las creencias religiosas que amenazaban desvanecerse: se estableció el culto a la bandera, se elevaron altares a la patria y se encendieron fuegos sacros en memoria de los caídos en su defensa. Como buena religión monoteísta, la nación barrió todos los «ídolos» que no pudo absorber: linaje, oficio, región, clase social, color de la piel, género o creencias íntimas fueron declarados formas menores, cuando no falsas y perturbadoras, de conciencia. Sólo una de nuestras identidades compartidas exigía predisposición a la entrega total, sólo a un Dios debíamos jurar sacrificar «hasta la última gota de nuestra sangre». La nación, el gran mito moderno, no era sólo una identidad generadora de orgullo individual, sino que además daba sentido a la vida, ligando las pobres y finitas existencias individuales con un ente trascendental.

Nadie ignora los nefastos resultados a que condujeron tales planteamientos. En el terreno internacional, basta recordar la rapaz competición imperialista de las potencias europeas en las últimas décadas del siglo XIX, las brutalidades fascistas o las dos guerras mundiales. Pero también en el interno se generaron incómodas situaciones de desigualdad, fuente de problemas hasta hoy mismo. Las élites de las regiones o sectores sociales identificados con las culturas minoritarias o lejanas de los centros de poder estatales, cuando no aceptaron la marginación, reaccionaron reivindicando una redefinición del mapa político. Pero no supieron cuestionar el paradigma de la soberanía nacional. En lugar de protestar contra la existencia de culturas oficiales, pedían ser una de ellas. Aunque su discurso siempre se iniciaba con una defensa de la variedad cultural, denunciando su insuficiente reconocimiento en las normas legales, lo que a la postre se reclamaba era crear otro centro de poder, elevar otro altar, poseer otro boletín oficial del Estado desde el que encauzar la vida cultural de esa nueva entidad política y aplastar las desviaciones dentro de ella.

Éste es el camino que, según creo, se ha agotado hoy. Y en los últimos tiempos da la impresión de estar abriéndose paso otro más innovador e interesante. El acuerdo de Stormont, por ejemplo, ha establecido un Consejo para el gobierno del Ulster en el que estarán representadas tanto la minoría católica como la -por el momento- mayoritaria población protestante; a la vez se constituye otro órgano que coordina el norte con el sur de la isla, lo que significa reconocer el carácter irlandés, y no inglés, del territorio; y un tercer órgano conecta el Ulster con Gran Bretaña, en una ratificación de la situación actual. Lo cual, en definitiva, significa que se deja abierto el futuro hacia una evolución en cualquiera de los tres sentidos. Algo no muy distinto a lo que hizo nuestra precursora Constitución de 1978, que en su artículo 2 declara de manera contundente y hasta repetitiva el carácter único e indivisible de España, a la vez que reconoce que existen «nacionalidades», lo que implica un derecho al autogobierno. Son textos que admiten distintas lecturas o que instituyen, simplemente, la ambigüedad.

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Y la ambigüedad, también llamada «pasteleo», pone nerviosos a muchos, que piden una y otra vez que se aclaren las situaciones, que se «cierren» procesos constituyentes que parecen no terminar nunca. Mi impresión es que, por el contrario, este tipo de textos tienen saludables virtudes realistas. No sólo se ajustan a la complejidad de la vida social y política, sino también a su fluidez: es decir, que renuncian a encorsetar el futuro. No es que el futuro se vaya a dejar, en ningún caso, dirigir por textos legales. Pero la discrepancia entre las leyes y las realidades puede generar situaciones de tensión e incluso puede ocurrir que el intento de forzar una realidad dé lugar a reacciones de sentido inverso al deseado. El franquismo fue un buen ejemplo de las consecuencias de una cultura oficial impuesta con toda la presión del Estado: un catolicismo de trágala y agobio dio lugar a uno de los procesos de pérdida de creencias religiosas más rápidos, generalizados y espectaculares que registra la historia; así como el agresivo unitarismo castellanista del régimen dotó de un prestigio inesperado a esos mismos «separatismos» que tanto odiaban al dictador y sus seguidores. En la actualidad, el Irán de los ayatolás es otro buen ejemplo de los resultados de las religiosidades impuestas por decreto: es el único país islámico donde el islam está retrocediendo.

Pidamos, pues, a nuestros legisladores que no se obstinen en regular en qué lengua deben poner sus letreros los comerciantes, ni qué versión del pasado debemos enseñar los historiadores, ni a qué iglesia conviene que vaya o deje de ir la gente. Y las pocas normas que sea inevitable elaborar sobre estos temas, procuremos que traduzcan al lenguaje legal el carácter híbrido y confuso que caracteriza a toda sociedad humana, y más aún a las modernas. En tiempos en que desaparecen aduanas, se unifican monedas y coexiste en paz un número creciente de banderas, proclamar el carácter exclusivamente «vasco» de tal o cual territorio es tan absurdo como hinchar el pecho ante el Peñón y gritar «Gibraltar español» o declarar la marroquinidad eterna de Ceuta y Melilla. Los deseables acuerdos en torno a todos estos contenciosos presentes o futuros deberían reflejar, como el modélico del Ulster, una identidad de carácter compartido. Los citados son ejemplos de zonas fronterizas, pero en la aldea global todos vivimos identidades fronterizas, nomádicas, evanescentes.

Dejemos descansar en paz a Muumbi. Sólo quienes se obstinan por ignorar la realidad en que viven pueden atreverse hoy a jurar que nunca abandonarán su seno. O releguémosla, si no, a terrenos no políticos: que cada cual se identifique con éste o aquel conjunto deportivo, si con ello se divierte, y vocifere y se mofe de los adversarios cuando le toque celebrar victorias, pero que de ningún modo generen tales adscripciones privilegios o discriminaciones gubernamentales. Los derechos políticos no pueden basarse ya en aquellas identidades culturales exclusivistas y monolíticas de hace 80 años, que se esfuman ante nuestros ojos de modo inexorable; échese un vistazo, si no, a la cantidad de población de color que hoy habita en Londres, Amsterdam o París. Alcancemos de una vez la mayoría de edad en esto de las identidades colectivas y consagremos en los textos legales la ambigüedad y la complejidad del mundo actual.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense, ocupa actualmente la cátedra Príncipe de Asturias de Historia de España en la Universidad de Tufts, en Boston.

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