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El espacio vacío

Llama una amiga actriz desde Barcelona para ponerme los dientes largos hablándome de las múltiples hermosuras que contiene el montaje de Lluís Pasqual en homenaje a Lorca, y me sugiere, para hurgar todavía más en la llaga, que me conviene trasladarme a otra ciudad si quiero ver teatro y escribir sobre el asunto sin necesidad de enfadarme. La mando a hacer puñetas, como es lógico, no sin antes reconocer que tiene más razón que una santa. Ese montaje no lo veremos por aquí, como tantos otros que el aficionado debe conformarse con conocer por referencias más o menos lejanas, ya que lo que le gusta a la persona responsable de programación de nuestros teatros públicos es la charanga de Comediants y cosas de esa clase, para la más principal de nuestras salas, mientras que el Rialto debe contentarse, a fin de consumar su ruina, con los productos de saldo de carácter local. La desidia es de tal calibre que acaso muestra el desdén de nuestro público hacia el teatro, pues de otro modo no se entiende que no se haya producido todavía un aluvión de protestas generalizadas, acaso una revuelta, tal vez una huelga general de ojos caídos. No es hora de exagerar sino de preocuparse seriamente por el futuro de nuestro teatro, ahora que termina una temporada que abre las perspectivas más negras para la próxima, tanto en lo que toca a las producciones propias como en lo que concierne a los criterios de exhibición de las salas de titularidad pública. Se trata de un caso de clara discriminación negativa respecto del soporte institucional dispensado a otras manifestaciones artísticas. Mal que bien, en el Palau de la Música se dejan caer por temporada no menos de media docena de intérpretes y directores de prestigio internacional, y otro tanto puede decirse de la programación del IVAM o de la Beneficència. Por otra parte, piense el lector en lo que podría convertirse su gusto por el cine si la cartelera no ofreciese más que filmes de producción valenciana acompañados de algún que otro bodrio de origen nacional, o en la desgana que asolaría al aficionado al fútbol si los equipos como el Barça o el Madrid fuesen excluidos de la competición por los designios de un alma mezquina que detesta tanto el buen juego como la oportunidad de establecer comparaciones. Más allá del disgusto personal de quien asiste a nuestros teatros por obligación profesional, tentado siempre por la penosa impresión de perder el tiempo, sucede que el espectador se forma una imagen errónea acerca de la situación real del teatro, mientras que le es perfectamente accesible hacerse una idea aproximada de lo que ocurre con la evolución de otras muchas artes. Se trata del aspecto más grave de la situación teatral entre nosotros. El espectador que no tiene la suerte, o el hábito, de viajar a menudo debe saber que el teatro que puede ver en nuestra ciudad es casi siempre una triste, acartonada, vetusta parodia del que se hace en escenarios tan remotos como Madrid, Barcelona o Bilbao, por no mencionar ahora a Londres, París o Berlín. Que los espectáculos producidos en esas y otras ciudades acostumbran a realizar giras, y que, en consecuencia, debería reclamar su derecho a dejar de ser analfabeto funcional mediante la participación y el disfrute en la pujanza renovadora que recorre el tuetano de la escena europea. Porque el teatro que se ve aquí ya no es teatro, sino su más boba y rácana mala sombra.

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