Arañas y cereales
Hoy, hace 100 años, Federico García Lorca, poeta, dramaturgo, músico, nació en Fuente Vaqueros (Granada). Lorca brilló en vida fugaz, pero intensamente, y, ahora, 62 años después de su muerte violenta en el origen más cruel que haya tenido una guerra civil, sigue brillando como uno de los andaluces más universales de la Historia.
Los recuerdos son un camuflaje emocional del presente y nos acompañan en nuestros viajes para devolvernos más a lo que somos que a lo que hemos sido. Federico García Lorca vivió unos días del mes de agosto de 1929 en una granja de Eden Mill, Vermont, un ámbito rural de costumbres puritanas, que sufría su miedo pequeño al charleston junto a la maravilla inmensa de los lagos y los bosques norteamericanos. El poeta recordó allí sus días de Fuente Vaqueros y Asquerosa: "Ahora cae la noche. Han encendido las luces de petróleo y toda mi infancia viene a mi memoria envuelta en una gloria de amapolas y cereales. He encontrado entre los helechos una rueca cubierta de arañas y en el lago no canta ni una rana". La importancia que el poeta granadino le concedió siempre a su infancia en la Vega, un teatro de álamos y acequias en el que descubrió los asombros de la vida, puede comprobarse en la Alocución al pueblo de Fuente Vaqueros y en las muchas cartas que escribió desde su casa familiar de Asquerosa, pueblo en el que pasó los largos veranos de la adolescencia. Al publicar en 1921 el Libro de poemas, García Lorca asume los errores de un libro juvenil, pero defiende una mitología de inocentes y felices libertades infantiles, una nostalgia de desnudo que empieza a ser la raíz de su mundo literario: "Sobre su incorrección, sobre su limitación segura, tendrá este libro la virtud, entre otras muchas que yo advierto, de recordarme en todo instante mi infancia apasionada correteando desnuda por las praderas de una vega sobre un fondo de serranía". Federico García Lorca aprendió muchas cosas en la Vega de Granada. Aprendió a mirar la naturaleza con ojos milimétricos, a descubrir las relaciones que existen entre el secreto de los insectos y la armonía inabarcable de las estrellas. Aprendió las lecciones del agua, la fugacidad del tiempo líquido que se remansa en las curvas, del mismo modo que la Historia se detiene un momento y nos reúne con el pasado en las voces de los viejos, en las canciones populares, en el llanto de las guitarras, en la torpeza encantadora de las marionetas. Aprendió también la soledad del adolescente, el cuerpo que se esconde por las alamedas para sumergirse en un silencio vegetal, en una solitaria tranquilidad de ilusiones abiertas, que se atreven a elevarse, se arañan, suavemente todavía, en las ramas de los árboles y vuelven con los ojos cerrados para consolarse en la evocación de la felicidad infantil, en la inocencia desnuda. La Vega de Granada fue el lugar mítico de un poeta que levantó su mundo en el perpetuo regreso a la inocencia. Por encima de la Historia, la soledad, la muerte, las heridas de la civilización, las injusticias sociales, las incomprensiones, García Lorca defiende un deseo sincero de inocencia, una mirada capaz de abrirse al mundo por primera vez y un corazón sin memoria, dispuesto a sentir como si no conociese el miedo. Imposible en las calles hostiles de la realidad, la inocencia ocupa los desvanes de la melancolía. Por eso en el verano de 1929, al caer la noche sobre la granja de Eden Mill y encenderse las lámparas de petróleo, la infancia de la Vega granadina volvió sobre el poeta envuelta en una gloria de amapolas y cereales. Eran los recuerdos de alguien que había aprendido a temer su propio desnudo.
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