Alboroto en el claustro del silencio
Jaume I eligió la iglesia de San Vicente Mártir, "a dos tiros de arcabuz" de la muralla de Valencia, como centro y corona de la reconstrucción ideológica de la tierra que estaba conquistando en el siglo XIII. Eduardo Zaplana ha elegido el monasterio de Santa Maria de La Valldigna como símbolo del poder valenciano que está levantando. De acuerdo con este alto designio Simat se aseó ayer con la heráldica oportuna para recibir al pleno de las Cortes en el interior de esta cáscara cisterciense fundada en 1298 y lavada por intemperies y desidias de varias calidades. Los colorines de los pendones de inspiración medieval atrajeron a primeras horas de la mañana a varios matrimonios de jubilados con pantalones de las mil rayas, zapatillas de rejilla y el bolso en bandolera. -Hoy hacen aquí lo mismo que hacen allá. -Lo mismito, sí. El presidente de la Generalitat sólo llegó 15 minutos tarde, lo que provocó un volteo de campanas muy festivo y algunas pérdidas en apuestas. Entonces el presidente de las Cortes, Héctor Villalba, franqueó las puertas hacia un hemiciclo improvisado con escaños de railite y otros utensilios de pic-nic parlamentario, como el mando de voto a distancia, que suman hasta 27 millones de pesetas. Villalba leyó el manual de instrucciones de este artilugio en la vertical de la bóveda de la nave principal del monasterio, como si se tratara de un sacramento que exigía mucha fe, y abrió la sesión de un mazazo. Sus señorías aprovecharon la presentación del proyecto del patrimonio cultural valenciano para relajarse y leer la prensa, mientras en el Bar Trinquet, a escasos metros, se abría otro tipo de sesión con longanizas y morcillas. Conductores, guardaespaldas y personal de órbita administrativa diversa aprovechaba para tomar cortados y esta estampa contrastaba con la actitud indígena de ingerir vino de La Font de la Figuera para acompañar el embutido. Cuando el socialista Jesús Huguet se puso a muñir en el cerebro la arquitectura de su discurso, Zaplana salió como impulsado por una iluminación de Jaume II, El Just, el rey que mandó erigir el monasterio. Quería aprovechar el marco incomparable de esta nave semiderruida para dar un eco ilustre a su retórica y reestrenar su intervención de anteayer en el Senado, lo que provocó una ácida reacción en sus socios y en la oposición, que vieron un intento por parte del presidente de escribir císter con zeta de Zaplana. Esta mala leche en la atmósfera coincidió con que la mayoría de pucheros de Simat ya estaban en marcha y las amas de casa se agolpaban a la puerta. Y salió el consejero Farnós suscitando una turbulencia de transaminasas entre el público e invitó a volver al hemiciclo, que ya estaba bajo mínimos. Sólo resistían los alcaldes del entorno, en cuyo gesto había la aridez de la regla de San Bernardo. Los demás iban a su bola. Unos realizaban subcomisiones de primarias y otros insistían en la campaña triunfal. El pescado se vendía en otros mercados. Santa Maria sólo era una metáfora vacía. Y este ruido de supervivencias personales llegaba hasta el claustro del silencio del monasterio, alborotando a los jilgueros y excitando a algunos insectos que intuían en el zumbido de los móviles alguna catástrofe definitiva.
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