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En campo minado

Una de las cuestiones mal resueltas de la democracia española ha sido la relación institucional entre jueces y políticos, no por casualidad dos de los oficios peor valorados en todas las encuestas de opinión. Con la perspectiva que da el tiempo, aparecen ya nítidas las calamitosas consecuencias de la forzada interpretación del artículo 122.3 de la Constitución, que ha permitido a los políticos elegir la totalidad de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, y de la generosa licencia que han gozado los jueces para salir y entrar en política, forzando de nuevo la interpretación de otro artículo de la Constitución. La tesis -ésta sí de rancio sabor jacobino- de que todas las instituciones, y muy particularmente el órgano de gobierno de la magistratura, debían reflejar la mayoría salida de las urnas ha tenido nefastos resultados para garantizar la independencia y separación de poderes.A esa confusión entre política y judicatura vino a añadirse en el momento de máximo y bien merecido desprestigio del CGPJ, la turbia campaña del PP para desalojar al PSOE del Gobierno. Consciente de que con los macroprocesos judiciales contra dirigentes socialistas tenía en sus manos el arma que podía destruir a un político a quien resultaba imposible batir en las urnas, la oposición ejercida por el Partido Popular no dudó en asediar la independencia judicial azuzando los procesos paralelos en los medios de comunicación. La colusión de intereses político-mediáticos tan floreciente en los últimos años tuvo su origen en los tratos entre policías, periodistas y políticos para juzgar por adelantado en los medios de comunicación a los presuntos culpables. Periódicos y radios hicieron algo más que informar y opinar: montaron verdaderos juicios, con confesiones de policías, declaraciones de testigos, publicación de sumarios. Álvarez Cascos puede contar ahora todos los chascarrillos que quiera, pero sus bromas no lograrán borrar el recuerdo de que fue él quien sacó las últimas consecuencias de los procesos instruidos por los medios cuando amenazó a los jueces diciendo que si se atrevían a pronunciar una sentencia distinta quedarían ellos mismos condenados ante la opinión.

La reacción de los socialistas a esa especie perversa de justicia mediática no fue mucho más respetuosa con el Estado de derecho. En un primer momento, se negaron a asumir responsabilidades políticas por las acciones criminales de los GAL argumentando que el asunto estaba en manos de jueces y que sin sentencia firme no había responsabilidad alguna que asumir: la política, antes señora, se humillaba al papel de esclava de la justicia y se ponía sumisa a su cola. Luego, cuando la justicia se puso en movimiento, dieron un giro de 180 grados, sacando otra vez del trastero de la historia el jacobino argumento de la primacía de los políticos sobre los jueces por el simple hecho de que los primeros proceden de las urnas y los segundos de las oposiciones. El periplo ha finalizado, como era de temer, deslegitimando el juicio por el caso Marey con una oficial y solemne denuncia de su origen político. Si se les creyera, estos procesos se han abierto no porque haya habido secuestros y asesinatos, sino porque así interesaba a cuatro personajes del submundo político madrileño.

Así han venido a coincidir los dos riesgos más graves que al funcionamiento del sistema democrático le plantea la confusa relación entre políticos y jueces: los del PP porque hace tiempo que la sentencia ha sido ya dictada por la opinión y los del PSOE porque el juicio está viciado en su origen, el caso es que todos han colaborado a deslegitimar la acción jurisdiccional. De los medios de comunicación acostumbrados a blandir el hierro de los cruzados poca autocontención se puede esperar, pero cabe al menos exigir a los políticos que se callen un rato, o que bajen la voz, mientras los magistrados del Tribunal Supremo sortean este campo de minas en que han convertido un proceso judicial.

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