'Melo' de laboratorio
Engancharse a la repetición mecánica y ad nauseam de una película de éxito es una plaga mortal que envilece el cine de ahora, que se muere de falta de inventiva. Que funciona una película de travestidos, pues tras ella nos apalean los ojos docenas de mejunjes de esta especie. Que un buen thriller arrastra a la gente, pues preparémonos para aguantar una ensalada de thrillercitos, no hace falta añadir que en su inmensa mayoría infames. Que, en la jerga del caso, mola una película de veinteañeros salidos de madre y con los pelos heterodoxos, pues a esperar un inminente chaparrón de sus imbecilidades como castigo inmediato y seguro.Que un gran melodrama sigue llenando cines, pues ahí viene infaliblemente una epidemia de melos de laboratorio, por si la cosa cuela, que con frecuencia logra hacerlo, y buena prueba de ello es este brillante pero falsario y repulido dramón de laboratorio, que fue seleccionado por el festival de San Sebastián y hasta logró embaucar a algún (eminente en su casa) jurado, que de paso echó pestes de que, junto a esta mediocridad envuelta en papel de lujo, allí estuviese la austera maravilla de Hombres armados, del gran John Sayles, una de las mejores películas recientes.
A la luz del fuego
Dirección: William Nicholson. Estados Unidos-Reino Unido, 1997. Intérpretes: Sophie Marceau, Stephen Dillane, Kevin Anderson.
Y eso es lo peor, que películas de cartón piedra, sin más alma que la que le inyectan en un laboratorio de espectáculos de guardarropía, logren hacer pasar la insipidez de la carne de gato por sabor de liebre, engañan con su pulimentado barniz de producción (entendida ésta como dinero visible, no como ingenio para la creación de cine), con la belleza y solvencia de actrices como Sophie Marceau y con un reparto de escoltas con excelente dicción y a la altura de la fama de la diva. Y nada más queda, salvo un puñado de dólares para el organizador del tinglado y el recurso al olvido para el destinatario de la película, queda detrás de este hueco y costoso esfuerzo de recomponer un viejo melo de tiralíneas, archisabido, con un traje (que le queda muy ancho) de modernidad.
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